Pasó el 9-N. Con pena y con gloria. En sus primeras y segundas vísperas se sucedieron los comunicados de diversas instituciones eclesiales catalanas sobre una consulta que ya pertenece a la historia y que traerá efectos para la historia.
Una fecha que supone una particular interpelación a la naturaleza de la Doctrina Social de la Iglesia, pese al sorprendente silencio de no pocos de los que se confiesan especialistas en estas materias. En este sentido, las declaraciones en Gerona, del 9 de mayo, del profesor de esta materia, Joan Costa, defensor del derecho a decidir y de la autodeterminación de Cataluña, han pasado demasiado inadvertidas.
Mientras los obispos catalanes, en su conjunto, apelaban a la prudencia y al diálogo en su último comunicado al respecto, el obispo de Solsona, monseñor Xavier Novell, dio un paso más y afirmó, en su última glosa, no sé si muy D´orsiana, que Cataluña tiene derecho a la autodeterminación. Y añadió algunas referencias a las actuaciones del Tribunal Constitucional que bien merecían el sereno debate sobre la naturaleza y los límites de determinadas afirmaciones que se hacen en pos de la citada Doctrina Social.
Por cierto, no hace muchos días el presidente de ERC, Oriol Junqueras, señalaba en la emisora de Radio de la Generalitat que “la Iglesia española muy a menudo ha ligado su suerte y su destino a opciones políticas muy concretas”. Hablaba y matizaba lo de Iglesia española, para que nadie se llevara al engaño de recordar las relaciones entre el nacionalismo y la Iglesia.
La cuestión que se ha planteado estos días, es en qué media la Conferencia Episcopal Española debe sentirse interpelada. O en qué medida se deben sentir matizadas algunas afirmaciones contenidas, por ejemplo, en los documentos “Valoración moral del terrorismo, de sus causas y de sus consecuencias”, noviembre de 2002, y “Orientaciones morales ante la situación actual de España”, noviembre de 2006, que tienen un sabor especial por estas fechas. Aunque es cierto que un análisis hermenéutico de estos documentos, y de declaraciones posteriores, indican una cierta evolución en esta materia.
Quizá podríamos volver a hacernos las preguntas aquellas que se hacían los obispos en 2006: “Si la coexistencia cultural y política, largamente prolongada, ha producido un entramado de múltiples relaciones familiares, profesionales, intelectuales, económicas, religiosas y políticas de todo género, ¿qué razones actuales hay que justifiquen la ruptura de estos vínculos? Es un bien importante poder ser simultáneamente ciudadano, en igualdad de derechos, en cualquier territorio o en cualquier ciudad del actual Estado español. ¿Sería justo reducir o suprimir estos bienes y derechos sin que pudiéramos opinar y expresarnos todos los afectados?”.
O aquella observación subsiguiente al párrafo anteriormente citado: “Si la situación actual requiriese algunas modificaciones del ordenamiento político, los Obispos nos sentimos obligados a exhortar a los católicos a proceder responsablemente, de acuerdo con los criterios mencionados en los párrafos anteriores, sin dejarse llevar por impulsos egoístas ni por reivindicaciones ideológicas. Al mismo tiempo, nos sentimos autorizados a rogar a todos nuestros conciudadanos que tengan en cuenta todos los aspectos de la cuestión, procurando un reforzamiento de las motivaciones éticas, inspiradas en la solidaridad más que en los propios intereses. (…) Hay que evitar los riesgos evidentes de manipulación de la verdad histórica y de la opinión pública en favor de pretensiones particularistas o reivindicaciones ideológicas”.
Todo pasa. Atrás quedaron los trabajos y los días en los que los obispos hablaban de la unidad de España como un bien moral que hay que preservar y proteger. Ahora las direcciones y prioridades son otras. Sin embargo, la fe afecta a todos los ámbitos de la vida, también al de las decisiones políticas que por su propia naturaleza tiene consecuencias en el orden de la moral.
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