El que peca, ese morirá; el hijo no cargara con la culpa del padre, el padre no cargara con la culpa del hijo; sobre el justo recaerá su justicia, sobre el malvado recaerá su maldad.
Con esta palabras, Dios no es está diciendo que quiere que el pecador se convierta y viva, cooperando con su arrepentimiento y sus obras de penitencia.
Por otra parte San Juan Pablo II dice sobre el pecado: “en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una comunidad”. Descargar al hombre de esta responsabilidad “supondría eliminar la dignidad y la libertad de las personas que se revelan –aunque sea de modo tan negativo y tan desastroso-también en esta responsabilidad del pecado cometido. Y así, en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el merito de la virtud o la responsabilidad de la culpa”
El pecado deja una huella en el alma que es preciso borrar con dolor, con mucho amor. Aunque el pecado es siempre una ofensa personal a Dios, no deja de tener sus efectos en los demás, influyendo en quienes nos rodean.