Cristo está presente en el Evangelio como Palabra,
sí, pero también como Acontecer, Acto, Realidad.
Hemos buscado para nosotros, sin cesar, estos mo-
mentos junto a Cristo, para hallar así un sitio junto
Porque Cristo es Aquel que revela y Aquel que con-
Convierte al hombre a Dios. ¿Para qué? Para que se
realice el Evangelio en toda su plenitud y se cumpla lo
que constituye su realidad; lo que está entre el yo divi-
no y el yo humano, entre Dios y el hombre.
Dios quiere darse al hombre; el Dios invisible, el
Dios personal, desea darse a sí mismo al hombre.
Es éste un hecho sobrenatural, por encima de nues-
tra comprensión, que podemos hacerlo nuestro sola-
mente con ayuda de la fe. Por eso Cristo ha instituido
el sacramento. Cristo ha convertido en sacramento el
darse Dios al alma humana. Cuando se está a un paso
d e la comunión, será bueno, no sin razón, detenerse a
pensar en la valentía admirable de Cristo.
Analizando el Evangelio vimos que El está conti-
nuamente entre el bien y el mal, en medio de ellos, no
«niás allá» de ellos. Nosotros, con nuestro pecado, es-
tamos cerca de El, y El quiere entrar en nosotros, en
mí, en mi vida, para poder obrar desde dentro de mí,
allí donde se decide a fondo, e impulsarme totalmente
Para alejarnos del mal, del pecado y encaminarnos
par la senda del bien, con esa prodigiosa energía que
nos acompaña y que El posee.
Hemos hablado de las fuerzas del pecado y de la na-
turaleza, en particular de la de la conciencia, así como
también de las energías de la Gracia. Estas son insepa-
rables de Cristo; están vinculadas- a la impresionante
valentía que tiene de venir a mí. Porque, aunque me
sienta inclinado al pecado que me acucia, El sale a mi
encuentro, se coloca entre el bien y el mal y tiene con-
fianza en mí.
En ese momento me dan ganas de exclamar: «¡Cris-
to, qué valor tienes!»
Queridos amigos, el amor sabe ser muy valiente y no
regatea.
Por eso Cristo no se regateó a sí mismo en tierras de
Galilea. Dijo que, mientras las raposas tenían guarida
y los pájaros nido, El no tenía dónde reclinar su cabe-
za; estuvo siempre en camino, buscado y perseguido,
pasando a veces toda la noche en oración; y, por fin,
marchó dócilmente a su pasión y muerte.
No se regateó a sí mismo. Y siempre y solamente
por esto: por mí.
El amor es intrépido, no regatea. Hoy también Cris-
to sigue siendo valeroso en su amor, sigue sin regatear-
se a sí mismo y continuamente se entrega al hombre,
se da a sí mismo.
«Señor, yo no soy digno»… (Mt 8,8). Esto es cuanto
podemos y debemos decir, y después callarnos.
Todo esto acaece continuamente a través de Cristo,
porque Cristo crea continuamente al hombre, viene a
él sacramen taimen te, creándole desde dentro en la me-
dida y posibilidades que el propio hombre le propor-
ciona.
Hay personas que, de modo excepcional, se dejan
crear por El, qu e las transforma radicalmente, lo mis-
mo que hay otras que no se abren a El, que no se
hacen disponibles.
Pero hay otras también que se entreabren un poco y
ese pequeño resquicio le basta a El para entrar dentro
80
del hombre y transformarle ese poco. Cristo crea de un
modo totalmente propio, porque ama.
Queridos amigos, nosotros somos no sólo testigos,
sino también objeto de la obra de la creación que Cris-
to lleva a cabo en nosotros.
Hoy quiere El, en la sagrada comunión, crearnos de
nuevo, transformándonos. Hay, sin embargo, un se-
gundo aspecto, y es que también nosotros creamos en
Cristo.
No se trata de una frase vacía; nosotros también
creamos a Cristo.
El Cristo que nosotros creamos se llama Iglesia. Fre-
cuentemente oímos decir que la Iglesia es el Cuerpo
místico de Cristo y que formamos parte de él, que so-
mos sus componentes, sus células, por seguir mante-
niendo la terminología.
Sí, podemos afirmar que El, en cierto sentido, de-
pende de todos nosotros.
El Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, depende de
nosotros, es creación nuestra, obra nuestra. La acción
comienza en El, pues El nos crea, y nosotros, creados
de modo divino por El, le creamos, a nuestra vez, a El,
a la Iglesia.
Queridos amigos, nosotros le creamos a El, sobre
todo con el testimonio que damos de El. Esta afirma-
ción la he hecho ya en diversas circunstancias durante
estos días. Creamos a Cristo, sobre todo, porque damos
testimonio de El.
Aquellos que fueron los primeros en confesar a Cris-
to se llamaron testigos de Cristo, testigos en el sentido
de que «le hemos tenido ante los ojos», «le hemos vis-
to», «hemos visto sus obras, hemos oído sus palabras,
le vimos resucitado y su gloria cuando subió al cielo».
La palabra testigo —en griego, mártir— toma en la
Iglesia un significado muy profundo: mártir es aquel
que da testimonio, y la Iglesia, en cuanto comunidad
de hombres, existe por su confesión y testimonio de
Cristo.
La Iglesia tiene en muy alta consideración este pa-
pel suyo. Y lo confirma con la santa Misa.
Seguramente os llama la atención el que en la santa
Misa el sacerdote se incline y bese el altar. Pues bien,
lo hace porque en el altar se guardan las reliquias de
los mártires que con su muerte dieron testimonio de
Cristo, desde los primeros siglos, cuando no había
iglesias y la santa Misa se celebraba sobre las tumbas
de los mártires, en las Catacumbas. Cuando se pudo
salir de las Catacumbas, la Iglesia supo mantener esta
práctica. Y aunque en verdad los altares no son cierta-
mente tumbas, sí que son, en razón de esas reliquias,
una especie de pequeños sepulcros. Por lo tanto, es
muy significativo el gesto del sacerdote que se inclina
y besa esas reliquias y, vuelto al pueblo, dice: «El Se-
ñor esté con vosotros». Este gesto se extiende a la co-
munión profunda entre esos mártires, que dieron testi-
monio de Cristo, y nosotros, que lo damos también,
razón por la que estamos presentes en la Iglesia, en la
santa Misa.
Esta es, queridos amigos, la Iglesia.
La Iglesia fue organizada desde dentro por el propio
Cristo.
Cristo le dijo a Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno
no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del
reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será
atado en los cielos, y lo que desatares en la tierra será
desatado en los cielos» (Mt 16,18-20). Y dijo a los
Apóstoles: «Id por todo el mundo, enseñad a todos
los pueblos…; ved qu e Yo estoy con vosotros todos los
días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,19).
Cristo ha organizado la Iglesia desde dentro, una vez
para siempre. La Iglesia, sociedad humana, se regene-
ra y perdura a través de los siglos gracias a que Cristo
la crea continuamente y la organiza desde dentro,
como organismo suyo que es, su Cuerpo místico.
Y esto acontece por nosotros, mediante aquello que
Cristo realiza en nosotros.
Ocurre así que Cristo crea en nosotros y nosotros en
El. Estamos hablando de la Iglesia.
Mis queridos amigos, la Iglesia es, en su destino,
semejante a Cristo. Y no puede ser de otra manera. Lo
dijo Cristo a aquellos primeros testigos, a sus Apósto-
les: «No es el discípulo mayor que su Maestro. Si me
han perseguido a mí, os perseguirán también a voso-
tros. Y si guardan mis palabras, guardarán también las
vuestras» (Mt 10,2). Todo esto se refiere también a
nosotros.
De este modo, Cristo estableció una vez para siempre
el destino de la Iglesia, ligándolo al suyo, porque sa-
bía que lo que el Evangelio ha aportado a la humani-
dad se realizará difícilmente.
Ahora bien, aunque anunció persecuciones y difi-
cultades, dijo también que a El y a la Iglesia pertenece
la victoria final de la «idea». «Si escuchan mis pala-
bras, escucharán también la vuestra».
¡Qué estupendo, cuan lleno de verdad este modo de
hablar! ¡Qué plenitud de contenido divino y, al mismo
tiempo, humano! Cada uno de nosotros puede descu-
brirse a sí mismo, con ayuda de Cristo en la Iglesia, al
lado del contenido divino, su propio contenido hu-
mano.
Mis queridos amigos, creo que en este descubrimien-
to se ha realizado vuestra participación en los ejerci-
cios y auguro que sea así en el futuro.
Acabar los ejercicios significa recibir la sagrada co-
munión, uniros a Cristo sacramentalmente. Por eso os
ruego que salgáis a su encuentro y os dejéis recibir
por El.
Acéptame, acéptame de nuevo, porque seguramente
me he perdido, porque vago errante y me he hundido
en la duda. Tómame de la mano. Guíame.
Habladle con toda sinceridad. Pero también con de-
cisión y claridad.
No tengáis miedo a conversar con El cuando os digo
la verdad acerca de vosotros, sea cual fuere la verdad
«acerca de vosotros».
El no teme a la verdad. Ninguna verdad acerca del
hombre le resulta espeluznante. Por la sencilla razón
de que en cada una de ellas El puede sacar provecho
para su propia verdad y su riqueza.
En toda verdad humana, El puede plantar siempre
su amor. Y ante la fuerza del amor resulta débil todo.
Por eso debéis decirle: Acógeme de nuevo, acéptame
otra vez.
A cuantos habéis participado en estos ejercicios, y a
fin de que podáis obtener cuanto en ellos habéis medi-
tado, deseo impartiros, al acabar la santa Misa, la ben-
dición, que lleva aparejadas las indulgencias, como sa-
béis, condicionadas a la confesión y comunión.