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5. CONVERSIÓN

 

El hombre no puede estar más allá del bien y del

mal, que es donde quiso ponerle Nietzsche.

Solamente Dios es el que está «más allá» o, más

bien, «por encima» del bien y del mal, mientras que

cada uno de los hombres se halla incesantemente entre

el bien y el mal. Estar entre el bien y el mal es condi-

ción natural del hombre, pero también se ha converti-

do en una situación junto a Cristo, porque El mismo,

como hemos visto durante estos días, estuvo en cierto

sentido entre el bien y el mal.

Analizando los contenidos del Evangelio, revelación

divina referente a las cosas humanas, vimos que pue-

den ser distintos en situaciones positivas y negativas.

Vimos, en particular, que en torno a Cristo en el

Evangelio aparecen muchos pecados. Razón por la

cual nuestra actitud interior, nuestra postura junto a

Cristo, debe constituir el punto de partida.

Constituye una imagen ficticia el encontrarnos cada

uno de nosotros «más allá» del bien y del mal, «más

allá» de la moralidad. Ni existe tal situación, ni nos-

otros podemos razonablemente crearla.

Es éste un modo realista de ver las cosas, y la reli-

gión es siempre una visión realista, profundamente rea-

lista, aunque traten de convencernos de que religioso,

en un inexacto significado del término, quiere decir

Pues bien, el realismo del hombre que se apoya en el

Evangelio, el realismo de la postura «junto» a Cristo,

consiste exactamente en esto, en que el hombre, encon-

trándose entre el bien y el mal, siempre entre uno y

otro, trata de abrirse paso. Se abre paso.

Vimos que hay en nosotros poderosas —aunque no

sea éste el término exacto— e intensas energías de

pecado.

Vimos también que el pecado no es cosa momentá-

nea o solamente «este acto». El pecado no puede ser

eso; es transgresión de la ley divina, que el entendi-

miento nos dicta y que Dios mismo ha establecido

para nosotros; el pecado es el «momento» de la trans-

gresión. Cuando confesamos nuestros pecados, confe-

samos por lo regular esos momentos de transgresión

cometidos por nosotros.

Pero ya dijimos que al pecado hay que buscarlo

«más allá» de este momento. Antes de él y después de

él, cuando el hombre viola la voluntad de Dios y en un

momento dado comete pecado, lo hace porque actúan

en él determinadas fuerzas del pecado, actúan dentro

de él y sobre él; sobre él desde fuera. En esto consiste lo

que llamamos tentación, en esto consiste lo que Cristo

llama espíritu del mundo o, también, espíritu de las

tinieblas; en estas fuerzas, en el influjo de los poderes
del mal, del pecado, que vienen de fuera y actúan so-

bre él.

Estas fuerzas actúan en cada uno de nosotros, siendo

fácil comprobar que cada uno de nosotros lleva en sí

ciertas inclinaciones al mal. Seríamos unos ingenuos y

nos dejaríamos llevar por la ilusión, con total desco-

nocimiento de nosotros mismos, si afirmásemos que

en nosotros no se dan tales tendencias al mal, esas in-

clinaciones pecaminosas.

Están dentro de nosotros.

Sí, están dentro de nosotros; ligadas y mezcladas de

tal manera con nuestra naturaleza, que con harta fre-

cuencia volcamos en ella ,1a responsabilidad de nues-

tros pecados.

Decimos: la naturaleza me empuja al pecado. Bue-

no, esto es verdad solamente en parte. No nos engañe-

mos; las fuerzas del pecado enlazan, en nosotros, con

las fuerzas de la naturaleza, pero de ninguna manera se

identifican con ellas. De otro modo, el hombre no se-

ría sino pecado. Y no es así.

Las fuerzas de la naturaleza luchan, en nosotros,

también contra el pecado.

Y he aqui que la potencia principal —llamémosla

así— de la naturaleza en lucha contra el pecado, en

nosotros, no es otra cosa que nuestra propia concien-

cia humana. Sí, señor, la conciencia.

Ya he hablado de la conciencia, aunque haya sido

transitoriamente. Hoy voy a dar un paso más, al afir-

mar que aquélla constituye una verdadera energía. Eso

es, energía.

Energía de la naturaleza, de nuestro ser humano;

energía en el sentido de saber rechazar lo que hay que

rechazar. Y por cierto que lo consigue.

La conciencia logra edificar al hombre desde dentro

como ninguna palabra humana puede hacerlo desde

fuera, como ningún predicador, ni siquiera el más al-

tisonante, puede lograrlo.

¡La conciencia tiene que ser enérgica; tiene que ac-

tuar con resolución! No puede ser indulgente. Tiene

que coger las situaciones al vuelo. Tiene que obrar

con resolución.

Y tiene que ser también insistente.

Sabemos muy bien que las obras más grandes de la

literatura universal tienen como tema los problemas

de la conciencia. Las tragedias griegas, los dramas de

Shakespeare, están preñados de argumentos problemá-

ticos de la conciencia, porque este poder de la natura-

leza es característica esencial del hombre.

La conciencia trata de vencer, en el hombre, las

energías del mal. Razón por la cual no podemos afir-

mar que nuestra naturaleza nos incline sólo al mal.

Ello sería una exageración pesimista, ya que, aun en el

caso de que nuestra naturaleza, a causa de una deter-

minada inclinación, nos incite al mal, en cambio, a

través de la conciencia, nos aleja de él. La conciencia

se manifiesta en ese alejarnos del mal.

La conciencia no se cansa de decirnos: ¡No hagas

eso! ¡No lo hagas! Pero nos dice también. ¡Haz eso

otro! Manda y prohibe. Por eso decimos que la con-

ciencia nos aleja del mal, y cuando el pecado es ya

un hecho, la conciencia, si lo es de verdad y si actúa

enérgicamente, valora inmediatamente la situación.

La conciencia nos juzga.

Por ello, más que por todos los tribunales humanos,

podemos realizar ese juicio. El hombre se juzga a sí

mismo. La conciencia lo juzga.

La conciencia nos juzga, y esta su función juzgadora

es una gran aliada del bien. Porque esta fuerza funda-

mental de nuestra personalidad tiende no sólo a arran-

carnos del mal, sino a empujarnos al bien.
Queridos amigos, no hay técnica psicoanalítica ca-

paz de sustituir al trabajo de la conciencia. Es impor-

tantísimo hacer que surjan del subconsciente humano,

descubrir y elevar al plano consciente, los contenidos

allí acumulados. Importantísimo, porque todo esto

pone orden en el caos de todas las vivencias que lleva-

mos dentro.

La conciencia obra en ese mismo sentido. Actúa

para sacarnos fuera del caos y poner orden en todo lo

que hay en nosotros, reequilibrando el conjunto inte-

rior de las experiencias y de las acciones. Ahora bien,

su obra no se agota en la sola ciencia o en el saber

hacer patente o reconstruir.

Las funciones de la’ conciencia no acaban aquí. La

virtud y la moralidad no son solamente ciencia y cono-

cimiento.

¡Ay si la conciencia dejara al hombre, a despecho de

su ciencia, indeciso! Pero no es así, sino que lo empu-

ja hacia adelante, en dirección al bien.

El hombre interior, marcado por el pecado, es em-

pujado por la conciencia en dirección al bien, cosa

que no puede lograr ningún psicoanálisis.

La conciencia es energía, no sólo «ciencia», y, por

lo tanto, empuja al hombre al bien. Sería verdadera-

mente terrible para el hombre no hallar la senda que

le saque del mal y le lleve al bien.

Sin embargo, hemos de recordar que el mal perma-

nece en el hombre interior. Y por desgracia toma cuer-

po un concepto de la moralidad tan trivial que se des-

entiende del hombre interior.

Las grandes infracciones y delitos son perseguidos

con auxilio de los instrumentos penales, de las cárceles

y campos de concentración. Con ello se busca reprimir

los robos, los homicidios, la prostitución.

Todo ello, todo este angustioso y asfixiante concep-

to de la moralidad, es insuficiente; no es todavía mora-

lidad. La moralidad en su integridad está vinculada al

hombre interior, está vinculada a las fuerzas de la

conciencia.

La conciencia empuja al hombre hacia el bien, y el

hombre sería verdaderamente desgraciado, su situación

sería terrible —me atrevería a decir, infernal, y no reti-

ro la palabra—, si, a impulsos de la conciencia, no

lograra escapar del mal y encontrar el bien.

No hay otra moralidad capaz de satisfacer eficaz-

mente el ansia de bien sino la religiosa y, más estricta-

mente aún, la cristiana. Ignoro si habéis asistido a la

recitación o al canto de los salmos. Hay uno, segura-

mente el más conocido, que comienza con estas pala-

bras: «Miserere mei Deus» (salmo 51). No sé si cono-

céis el origen de este salmo vinculado a la persona del

rey David, cuyas circunstancias son descritas en el li-

bro segundo de Samuel (cap. 11).

Sucedió, pues, que el rey David, hombre profunda-

mente religioso, sucumbió a la pasión ante la mujer de

Urías, uno de sus oficiales, que en aquel momento se

El hombre interior, marcado por el pecado, es em-

pujado por la conciencia en dirección al bien, cosa

que no puede lograr ningún psicoanálisis.

La conciencia es energía, no sólo «ciencia», y, por

lo tanto, empuja al hombre al bien. Sería verdadera-

mente terrible para el hombre no hallar la senda que

le saque del mal y le lleve al bien.

Sin embargo, hemos de recordar que el mal perma-

nece en el hombre interior. Y por desgracia toma cuer-

po un concepto de la moralidad tan trivial que se des-

entiende del hombre interior.

Las grandes infracciones y delitos son perseguidos

con auxilio de los instrumentos penales, de las cárceles

y campos de concentración. Con ello se busca reprimir

los robos, los homicidios, la prostitución.

Todo ello, todo este angustioso y asfixiante concep-

to de la moralidad, es insuficiente; no es todavía mora-

lidad. La moralidad en su integridad está vinculada al

hombre interior, está vinculada a las fuerzas de la

conciencia.

La conciencia empuja al hombre hacia el bien, y el

hombre sería verdaderamente desgraciado, su situación

sería terrible —me atrevería a decir, infernal, y no reti-

ro la palabra—, si, a impulsos de la conciencia, no

lograra escapar del mal y encontrar el bien.

No hay otra moralidad capaz de satisfacer eficaz-

mente el ansia de bien sino la religiosa y, más estricta-

mente aún, la cristiana. Ignoro si habéis asistido a la
recitación o al canto de los salmos. Hay uno, segura-

mente el más conocido, que comienza con estas pala-

bras: «Miserere mei Deus» (salmo 51). No sé si cono-

céis el origen de este salmo vinculado a la persona del

rey David, cuyas circunstancias son descritas en el li-

bro segundo de Samuel (cap. 11).

Sucedió, pues, que el rey David, hombre profunda-

mente religioso, sucumbió a la pasión ante la mujer de

Urías, uno de sus oficiales, que en aquel momento se

hallaba en el frente. La mujer, naturalmente, estaba

sola, y David, requerido por la pasión, le exigió que

cometiera con él adulterio. Y hasta tal punto le cegó

la pasión que ordenó la muerte de Urías, a fin de gozar

de mayor libertad en su adulterio.

Pero de repente algo cambió en este rey, por lo de-

más religioso, pero que había pecado tanto.

Fue entonces cuando surgió el salmo «Miserere».

Las frases que expresan mejor su contenido son:

«Tibi soli peccavi» (contra Ti solo he pecado), «et ma-

lum coram Te feci» (y ante tus ojos obré el mal).

Estas dos expresiones aclaran todo y nos muestran

hacia dónde empuja y dirige al hombre el proceso de

la conciencia.

Porque en David, de pronto, se despertó la concien-

cia y le empujó hacia Dios, ayudándole a volver a rela-

cionarse con El: yo-¡Tú! «Tibi soli…», contra Ti solo

he pecado.

Queridos amigos, no se trata de crueldades dictadas

por la conciencia, sino del instinto de conservación

vinculado a ella.

El hombre se libera del pecado, pero sólo saldrá de él

entrando en la relación Tú-yo-yo-Tú.

De otra manera no se sale del mal.

David comprendió la monstruosidad de su acción en

uno y otro aspecto: adulterio y homicidio. Los fantas-

mas de ambos seguramente le aniquilaban interior-

mente, haciéndole exclamar: «Malum feci coram Te».

«Coram Te»…

Queridos amigos, si este hombre hubiera permaneci-

do en su mal, solo con su pecado, este mal le habría

destruido.

Pero cuando reconoció haber hecho el mal ante

Dios, y que ese mal, en cierto modo, le acusaba desde

su conciencia de Dios, esta toma de conciencia le hizo

avergonzarse y le humilló, pero elevándole y ayudán-

dole al mismo tiempo.

Esta es la meta fundamental hacia la que la concien-

cia nos empuja a cada uno de nosotros.

Comprendemos cuan gran tesoro es la religión

cuando nos encontramos delante de Dios para estable-

cer esta relación: yo-Tú, y decir, como David: «Contra

Ti solo», porque nadie más me ayudará, nadie me li-

brará del mal sino Tú.

Todo esto es maravilloso. Esta es la grandeza de la

religión, ésta es la grandeza de la fe, tantas veces des-

preciada y minimizada.

Algo parecido a lo que le ocurrió a David puede su-

ceder en la vida interior de cada hombre: «Contra Ti

solo he pecado». Es fácil destruir y dar de lado al hom-

bre, pero no es lícito empobrecerlo.

Sobre el trasfondo del «Miserere» comprendemos

claramente que la esencia del sacramento de la peni-

tencia es, y debe ser, la contrición.

Contrición no es sinónimo de temor, sino algo más

profundo y más amplio. No se trata solamente de te-

mer a un Dios amenazador.

Más aún, la situación se haría peligrosa sin este

Dios. Sí, la situación del hombre caído en el pecado

resultaría peligrosa sin Dios. Como dije antes, cada

uno de nosotros puede rechazar a Dios, hallándose al

mismo tiempo lejos de El.

Rechazando a Dios, se hace rechazar por El.  Esto es

el infierno.

Es difícil imaginárselo, pero la situación del hombre

caído en pecado, que permanece sin Dios, nos da una

buena idea de ello. ¡Vo tiene a nadie a quien decirle:

«He pecado contra Ti». No tiene ese único y gran

«Tú» que puede ayudarle en ese momento.

Con el pecado, mis queridos amigos, hay que adop-

tar la actitud del niño. Solamente el padre está en dis-

posición de ayudarle. Lo mismo que en nuestro orden

humano de cosas, en nuestras relaciones humanas,

sólo el Padre puede ayudar. Y en estas circunstancias

el arrepentimiento no es tan difícil.

No es difícil.

¡Cuántas veces en la vida has comprobado que sólo

tu padre o tu madre pueden ayudarte!

Pero si por este camino no despunta el arrepenti-

miento, hay otro punto de apoyo: Cristo. Cristo que

sufre.

Asombra ver hasta qué punto Dios es capaz de espe-

rar al hombre. Espera cerrada y expresada en El, en el

Cristo de la pasión.

Si otros sentimientos no despiertan tu espíritu, que

al menos lo haga la compasión.

No insistiremos en los padecimientos de los campos

de concentración o de las cárceles, mayores o menores

que los de Cristo atado a la columna de la flagelación

o en la cima del Calvario.

Insistiremos en que, cada vez que nos acercamos al

Cristo flagelado o al Cristo del Calvario, tenemos una

oportunidad real de que algo cambie o se transforme

en nosotros.

Cristo «en su integridad» ha sido puesto para nues-

tra conversión.

Para convertir y lograr del hombre el sentimiento

del niño que dice: «¡Padre, perdón!», «Padre, ¡ayú-

dame!»

Este es Cristo.

Si tenemos dificultades para la contrición, oigamos

lo que dice el corazón. Probemos a recorrer lentamen-

te el Vía Crucis, una estación tras otra, de modo perso-

nal. No hace falta hacerlo devocionario en mano, pues

éste o no nos dice demasiado o, a lo sumo, describe lo

que representa cada estación. En cambio, cada uno,

personalmente, puede acercarse allí donde El cae bajo

la Cruz, donde es despojado de sus vestiduras, donde le

clavan en la Cruz, donde entra en agonía. Hay que

acercarse; acercarse, detenerse y ver.

Cristo es Dios mismo, siempre convirtiéndonos, in-

cluso en el Vía Crucis. Este proceso de conversión po-

demos constatarlo en Simón de Cirene, en las mujeres

de Jerusalén, en la Verónica. El Vía Crucis es una es-

cuela perfecta de contrición. Muchas veces, las dificul-

tades que se nos presentan en la confesión dependen

del hecho de que estamos indecisos respecto al propó-

sito de la enmienda. ¿Qué hacer para ser otro? ¿No

estoy viendo que voy a seguir igual? Porque yo siento

en mí cómo las fuerzas del mal siguen empujándome

al pecado.

La conciencia tira de mí hacia arriba y las fuerzas

del mal me arrastran abajo.

Queridos amigos, el propósito de la enmienda quie-

re decir ante todo convertirse a Dios. No se trata de la

certeza de no volver a cometer pecado, sino de la volun-

tad de no volver a caer en él.

Apretémonos junto a Dios con todas nuestras

fuerzas.

Nosotros solos no podemos lograr este importante

cambio; ahora bien, sí nos apretamos junto a Dios, si

nos apretamos junto a Cristo, si estamos cerca de El,

este cambio se operará gradualmente en nosotros.

Mis queridos amigos, éstos son procesos a largo

plazo.

Manejamos la vida religiosa y moral con demasiada

precipitación, como cuando decimos: ¡Ya está, una

operación, una inyección, y estoy curado!

El cambio es un proceso a largo plazo. La dinámica

del pecado actúa en nosotros y en torno a nosotros,

razón por la que tenemos necesidad de un esfuerzo sis-

temático y controlado a fin de lograr transformarla y

reducirla.

Nuestra naturaleza y nuestra conciencia trabajan en

este sentido.

Sobre todo, la Gracia discurre por ahí.

La Gracia es también energía. Una energía que trata

de mantener al hombre al lado de Dios, de transfor-

marlo internamente y ennoblecerlo. Por eso es impor-

tante saber liberar en nosotros la energía de la Gracia.

Para esto sirve en gran medida la vida sacramental,

la confesión: para ese liberar en nosotros la Gracia.

Pero para ello, queridos amigos, es necesaria la ora-

ción.

La oración es la forma más sencilla, más corriente,

de liberar en nosotros las energías de la Gracia, esas

que nos conducen a la victoria sobre el pecado y sus

poderes.

Pero la oración ayuda eficazmente a prepararse al

sacramento de la penitencia, porque en éste de lo que

se trata es de instaurar el contrato yo-Tú. La oración

como coloquio lo logra desde el comienzo.

Por otra parte, dado que la oración es coloquio con

Dios, debe aquélla desarrollarse debidamente, sintien-

do y considerando con Quién estoy hablando, y ello

con profundo respeto, con alabanza y actitud de

humildad.

¿Quién soy yo que estoy en tu presencia? «Polvo y

nada…» Así escribe Mickiewicz con humildad.

Hay un arte de conversar. El que conversa no debe

sólo hablar continuamente de sí mismo, porque en ese

caso no se trataría de un coloquio, sino de una apa-

riencia de conversación.

Y en la oración, aunque haya que hablar mucho de

sí mismo, es necesario, a la vez, dejar que hable Nues-

tro Señor.

Dios, evidentemente, nos habla de un modo diferen-

te a como hablamos nosotros. Pero nos habla y sus

palabras son inteligibles y son hechos interiores estre-

chamente vinculados al trabajo incesante de la con-

ciencia. La Gracia nos sostiene en el esfuerzo fatigoso

de la conciencia, y ello se lleva a cabo por la oración.

Decimos con frecuencia que no sabemos orar.

¿Cómo se ora?

Es algo muy sencillo. Pero yo insistiría principal-

mente en esto: ora, como sea, pero ora; recita las ora-

ciones que te enseñaron cuando eras niño.

Ora, como sea, pero ora. Es necesario.

No he de decir jamás: no oro, porque no sé orar.

Esto no es verdad. Todos y cada uno sabemos orar. Las

palabras de la oración son muy sencillas, el resto viene

por sí solo.

Decir «no sé orar» significa engañarse a sí mismo; a

sí mismo y, tal vez, a alguien más. Es un caso de po-

breza de espíritu, de falta de buena voluntad y valen-

tía. Hay que orar sea como sea: con el devocionario o

de memoria; eso es lo de menos.

También se puede orar con el pensamiento. El hom-

bre, cuando se halla en contacto con la naturaleza, ora

perfectamente. La naturaleza, en la que el hombre se

sumerge, habla casi por él y le habla a él.

La oración más completa es, sin género de dudas, la

santa Misa. La grandeza de la oración envuelve y col-

ma al hombre, pero con una condición de que el hom-

bre aprenda a tomar parte en ella, sin limitarse sólo a

«estar presente», en un rincón, haciendo simplemente

acto de presencia, oyendo de paso lo que dice el sacer-

dote, para después dar media vuelta e irse.

Yo os aseguro que, si nos esforzamos en participar,

la santa Misa irá, con su oración, poco a poco col-

mándonos.

No puedes, por lo tanto, decir que no sabes orar y
que la oración es un fastidio. Estás henchido de la ora-

ción de Cristo, y lo que se diga, como se diga, como se

viva, como se perciba, pasa a segundo plano frente a la

realidad de estar henchidos por la oración de Cristo.

No sé cómo exhortaros para que aprendáis a partici-

par en la santa Misa y no sólo a «estar presentes».

Participad con el pensamiento, con el corazón, con

la voluntad, con el pecado. Sí, incluso con el pecado.

Porque al comienzo de la Misa rezamos el «Confi-

teor», que es como decir: «He pecado contra Ti».

Es necesario perseverar en esta actitud, que, en cierta

manera, está en crisis en la edad juvenil. Recordemos,

sin embargo, que Cristo ha dicho: «Con vuestra perse-

verancia salvaréis vuestra alma» (Le 21,19).

Nos impacientamos tremendamente cuando se trata

de la vida espiritual, de la vida interior. Lo queremos

todo e inmediatamente. Queremos las cosas en seguida

y con facilidad.

Si hablamos con Dios y le contamos demasiadas co-

sas nuestras, El no puede rechistar. Pero nosotros pre-

tendemos continuamente algo de El. En cambio, «con

vuestra perseverancia salvaréis vuestra alma».

Mis queridos amigos, se trata de «salvar vuestra

alma».

¿Yo salvaré mi alma? Estamos ya casi al final de los

ejercicios y ya tenéis que haber aprendido algo de estas

cosas. ¿Salvo mi alma? ¿Sé algo de ella? ¿La domino?

¿Alcanzo a dirigirla? ¿Alcanzo a guiarla hasta lograr

realizar el yo-Tú?

Todos hacemos votos por lo mejor. Por salvar nues-

tra alma, a fin de que no haga presa en nosotros el

caos que nos enerva y deja la impresión de una vida

que discurre privada de sentido, para que no arraigue

en nosotros el caos que envenena nuestra alma, aun-

que pongamos buena cara a un juego sucio, pues de

un juego sucio se trata.

¿Salvarás tu alma? Sólo Cristo te ha dicho dónde.

Por eso formularás la oración principal de estos días:

«Cristo, que dijiste ‘con vuestra perseverancia salvaréis

vuestra alma’, ayúdanos a conseguirlo, a salvar el

alma, a salvarla y no perderla».

Queridos amigos, he tratado» en estos ejercicios, de

presentaros, del modo que^h^podido, problemas pro-

fundos: Dios y el alma, ¡pristo y el Evangelio.

Séame, finalmente, pjeifrtiitido pediros algo: que

pongáis todo lo que esté de vuesta parte. Porque, no

nos engañemos, lo que se escucha es sólo una imagen;

la realidad es lo que llevamos a cabo en nosotros y

para nosotros.

Hoy os habéis acercado muchos a la confesión y a la

comunión. Os ruego lo hagáis también mañana. Du-

rante todo el día podréis confesaros y cerraremos esta

tanda de ejercicios con la Misa. Os pido a todos que

participéis.

En estos días hemos formado una comunidad. Pues

bien, que esta comunidad logre alcanzar su meta, en-

contrándose todos nuevamente, mañana, en la Mesa

del Señor, a la hora de la sagrada comunión.

¿Puedo sugeriios algo más? Dentro de unos días es

Pascua. Esforzaos por pasar estos días santos a bien

con Cristo. Hoy, en la vida cristiana, todo se funda en

la Eucaristía; sencillamente, en Cristo.

Por eso, esforzaos en recibirlo también en los próxi-

mos días; digo el Jueves y Viernes Santo y Pascua,

para que estos ejercicios no se queden tan sólo en una

vaga impresión, sino que sean, en vosotros, el inicio

de una renovación.

Lo normal es que el predicador de los ejercicios

pida, al final, alguna cosa.

¿El qué?

Ante todo, y a ejemplo de Cristo, no ha de ordenar,

pretender ni violentar, porque todo hombre goza de

una voluntad libre.

Por lo tanto, si al final me es lícito pediros algo, os

pido esto: estad, después de estos ejercicios, más uni-

dos a Cristo. Que la jornada de mañana, con la sagra-

d,i comunión, sea expresión del encuentro con El

incluso

incluso de cara a vuestra vida futura.

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