Precisamente porque el Evangelio está lleno de con-
tenidos humanos —el Evangelio es la verdad en la
vida del hombre—, aparece también en él el aspecto negativo.
El cuadro que nos presenta el Evangelio es real y verdadero
El rechazo de que hablo es el aspecto negativo. Es
algo, obviamente, contrario a la actitud encarnada por
el propio Cristo, actitud de servicio y de amor.
En torno a Cristo aparecen en el Evangelio algunos
de estos aspectos negativos.
El aspecto negativo es el pecado.
En torno a Cristo aparecen en el Evangelio no pocos
pecados, porque el Evangelio no es una utopía, ni un
idilio, sino que es rico en contenidos humanos.
Cristo, Hijo de Dios, se hace hombre para redimir-
nos, y para redimirnos del pecado. Por lo tanto, en el
Evangelio, junto a Cristo tenía también que aparecer
De este modo el Evangelio se inserta en cada vida
humana, y toda vida humana, de una u otra forma, se
inserta en el Evangelio.
Por eso es posible hallar en él el fundamento de
nuestra vida humana. Hecho este en el que consiste su
alcance universal, su universalidad, por cuanto se re-
fiere a cada uno de los hombres.
Por esta razón el Evangelio es siempre moderno, ac-
tual y no pasa de moda.
Toda época nueva está llena de aspectos negativos
del pecado. Nuestro mundo contemporáneo está, por
tanto, lleno de aspectos negativos, los cuales —digá-
moslo sin ambages— abundan en nosotros y en torno
a nosotros.
Imaginemos cualquier situación humana. Una si-
tuación de todos los días; en nuestra profesión, en
nuestra casa, en nuestro centro de trabajo.
Tal vez —podríamos decir— en estos casos predomi-
na una atmósfera desagradable.
Una atmósfera de antipatía o, por lo menos, de
insensibilidad.
Una atmósfera que contamina todo y a todos y que
no deja nada sano.
Peor aún, una atmósfera que deja tuera de juego a
las personas.
¡Cuánto se oye hablar de personas detruidas! ¿Pero
de dónde sale esta atmósfera? ¡Pues de nosotros! De
cualquiera de entre nosotros; de cualquiera de entre
nosotros encargado de conformarla.
Tal vez uno, tal vez dos de entre nosotros, tal vez
todos. Probablemente somos todos los que la creamos.
Unos, activamente. Otros, pasivamente. Unos, con la
acción. Otros, con la omisión.
Se trata de algo común. Y de una situación no rara.
Por ejemplo, en casa: se dan portazos, no se habla,
se mantiene uno encerrado en sí mismo, separado y
ajeno a la familia. Tampoco esta situación es rara.
Estamos, en estos casos —hemos de reconocerlo—,
muchas veces ante sufrimientos y disgustos humanos,
ante lágrimas ocultas, más bien que ante males cons-
ciente y libremente buscados.
La definición catequística del pecado dice: el mal
querido «libre y conscientemente». Y entretanto, como
de una forma inconsciente y no libre, casi contra nos-
otros mismos, aparece el mal, se obra el mal.
Resulta difícil afirmar que esto ocurre totalmente al
margen del hombre, independientemente de cada uno
de nosotros.
El mal se inicia, brota en todas partes. Emana de la
voluntad de cada uno, que no puede o no quiere po-
nerle coto. ¡Eso es, no quiere!
¿Es el pecado sólo cuestión de voluntad: quiero o no
quiero? ¿O es también, a veces, sólo cuestión de
ignorancia?
Más aún, ¿esta ignorancia es un puro ignorar, o una
falta de interés?
Se podrían superar las dificultades si lo pudiéramos
probar. Pero no se prueba, y entonces estas diferentes
omisiones o deficiencias se entrecruzan continuamente
entre sí en nuestra vida. ¡Mala voluntad!
Surge en nosotros una falta de buena voluntad.
¡Mala voluntad!
Y es que hay situaciones que no tienen vuelta de
hoja; por ejemplo: ella ha dado a luz un niño, un niño
que lo estaban esperando; luego debería alegrarme.
Pues bien, en esto, un par de semanas después, el caba-
llero ha encontrado otra. Y a esta segunda le dice que
la ama. Y una nueva situación aprieta. Hay que cam-
biar las cosas; tanto respecto al niño como respecto a
la mujer. Hay que falsear, buscar motivos, echarle la
culpa a alguien, porque —¡no faltaba más!— él no es
culpable. Y ella, la segunda, hace todo lo posible por
poderse quedar con él.
Vemos en este caso con bastante claridad dónde radi-
ca el mal. Si él se atribuyese este mal, o viceversa, todo
sería muy sencillo. El problema consiste en que ni el
uno ni la otra están dispuestos a atribuírselo.
¡A veces parece muy sencilla la cuestión del pecado!
Cuando por primera vez aprendimos en el catecismo
qué es el pecado, el mismo.s.Qnidp^del vocablo despertó
en nosotros sentimientos de desaprobación.
¡Todo era entonces sencillo¡
Pero el hombre, después complica los hechos y fal-
sifica las cosas sencillas. Por eso el problema del peca-
do se presenta como se presenta y la verdad acerca del
pecado es una verdad tan dura.
Dura de aceptar no en general y en abstracto, no en
la anécdota o en el drama, no en los ejemplos o fuera
de mí, sino dura de aceptarla en mí.
¡En mí!
Además, la mayoría de las veces creemos que el pe-
cado es cuestión de un momento, un momento enten-
dido como acción.
Pero no es así.
Siempre se trata de un proceso que viene de un
«primero».
El pecado no ocurre como algo imprevisto. Se des-
arrolla paso a paso.
Se desarrolla —puede dar esta impresión— sin que
nos demos cuenta. Pero se trata sólo de una impresión.
No es algo imprevisto. No ocurre de repente. Viene
—en cierto modo— preparado desde fuera y, hay tam-
bién que decirlo, desde dentro.
¡Las circunstancias lo forman —ésta es la mentali-
dad, esto es lo que generalmente se piensa, esto es lo
que en general se dice, se lee o se escribe— desde fuera!
¡No y no!
El pecado no procede de fuera. No lo cometemos
empujados por una fuerza anónima, porque en ese
caso nos anularíamos a nosotros mismos. Se trata de
una fuerza concreta y determinada.
Comienza en cada uno, en cada uno de nosotros.
¡En mí! Situemos así la cuestión. Es un proceso
establecido.
Ante todo, el pecado es durante largo tiempo algo
por su cuenta, antes de convertirse en tal. Luego, «tras
el pecado» viene un determinado proceso. Si se trata
del proceso anterior —como sabemos—, se llama ten-
tación. He caído en la tentación. Caí en la tentación.
La tentación actúa desde fuera. Pero también desde
dentro. ¡En mí! Y tiene sus aliados. Aliados de la ten-
tación son en primer lugar una cierta superficialidad y
ligereza. ¡Exactamente, ligereza!… Ese no tomar en se-
rio los problemas morales; no pensar que el pecado
pueda producirse en mí y conmigo. En otras palabras:
no ponerse en manos de Dios Nuestro Señor. Y así
precisamente es como va madurando el pecado; en este
clima favorable a la tentación, que es el no ponerse en
manos de Dios Nuestro Señor.
Por eso, de repente, seguramente en el momento me-
nos preciso —menos tenido en cuenta—, se salta el
límite.
Se han agotado determinadas reservas: la prudencia,
el pudor y otras cosas más; lo sabe cada uno.
Indudablemente, unas reservas que representan en
nosotros cierta resistencia al mal se han agotado.
Ahora empieza el proceso del «después». Este proce-
so del después parece abrir una salida, un como volver
al momento anterior.
¡Pero frecuentemente no es así! Frecuentemente ocu-
rre, en cambio, que el pecado salga por sus fueros, pre-
sione al hombre y le empuje a seguir pecando.
El pecado engendra pecado. Hay pecados que no
van más allá. Otros, en cambio, sí.
El hombre se siente de improviso bajo el dominio de
una «fuerza» desencadenada por él mismo. Así es
como se establece en nosotros la recaída. Así se forman
en nosotros los malos hábitos. Diversas clases de malos
hábitos. ¡Así se forman en nosotros!
Los cuales, queridos amigos, con el tiempo se con-
vierten en pecados estúpidos. Así como suena: ¡peca-
dos estúpidos! Por ejemplo: el alcoholismo. Es horri-
ble, sí, pero es un pecado estúpido. Y no lo es porque
produzca estúpidos, sino porque su valor carece de
peso en comparación con lo que se pierde, hasta tal
punto que realmente se le atribuye solamente la fun-
ción de la estupidez.
¡Y, sin embargo, cómo destruye al hombre este
pecado! i
Destruye al hombre, en la medidsfde su capacidad,
cuando comienza a traspasar los límites, en el momen-
to más inesperado. ‘
Y después le enreda. Y no es posible dar marcha
atrás.
¡No sabemos dar marcha atrás!
¿No es posible? Esto sí que no es verdad.
Obviamente, el pecado es algo personal. Algo «pro-
pio». Mío.
Pero existen también los pecados de los demás.
Cuando examinamos nuestra vida, frecuentemente
pasamos por alto esto: están ios pecados de los demás,
los pecados del otro, de otras personas, de los cuales,
sin embargo, yo he sido al menos la causa. Causa del
mal. Causa del mal moral.
Hay, claro está, pecados de diversa naturaleza: gran-
des y pequeños. El catecismo habla de veniales y mor-
tales. Exactamente, de leves y graves.
Es evidente que la medida del pecado es siempre in-
dividual. Esto lo expone —magistralmente bien— en
uno de sus libritos Lewis, quien dice así: «Para un
hombre con taras hereditarias y una educación moral
que deje que desear, un pecado, en sus condiciones ob-
jetivas, será pequeño. Pero para otro, con disposicio-
nes diferentes y otra conciencia, ese mismo pecado será
grande».
La medida del pecado es siempre individual. Por
esta razón, un hombre no puede valorar los pecados de
otro hombre, aunque subsistan ciertas normas. Sólo
Dios sabe la dimensión del pecado de cada uno. Por
esta razón el problema del bien y del mal no se puede
establecer fuera de Dios.
Esto no significa que aquél, bajo el prisma de la
propia conciencia, no se forme en nosotros.
Frecuentemente recalcamos la vinculación con Dios
de la conciencia, llamándola voz de Dios.
La verdad es que se trata de una metáfora. Es una
forma traslaticia, pero acertada, en cuanto que la me-
dida del bien y del mal está ligada a la conciencia.
En la conciencia, todas las cosas pueden ser verdade-
ras o falsas.
Pueden ser falsas. Cabe darse el caso de una concien-
cia escrupulosa que exagera en su apreciación del mal.
Ve el mal por todas partes. Pero se da también la con-
ciencia laxa, a la que, en verdad, le tiene sin cuidado el
mal grave. Conciencia escrupulosa y conciencia laxa.
Tesoro inmenso es una conciencia sana, puntual, que
determina cuidadosamente el valor moral de nuestras
acciones.
Hay que estar siempre atentos a la formación de una
conciencia así. Pero es necesario que esa conciencia sea
sana, delicada y sensible, ya que a veces puede ser
sana, pero basta. Esta considera las situaciones diferen-
ciada, puntualizadamente, pero no profundiza. No dis-
tingue lo que probablemente compromete al hombre
desde un punto de vista moral. Y es que tenemos que
moderar con toda precisión nuestra conciencia, ya que
es un instrumento tan delicado que, si no se pone a
punto continuamente, podemos destemplarlo o dis-
pararlo.
Hemos de trabajar mucho respecto a nuestra
conciencia.
Me preguntaréis: «¿En interés de quién?» Respondo:
«En interés propio».
¿En interés de quién? Cada uno de nosotros es
responsable de ella.
La humanidad tiene su expresión en lo moral. La
humanidad se expresa en la conciencia mediante la
conciencia. Por eso debemos forjar nuestra conciencia.
Diréis tal vez: «Sí, efectivamente, me ocuparé a fon-
do de mi conciencia y formaré una conciencia sana y
duradera a mi alrededor será cosa corriente tener con-
ciencia laxa». Y diréis que incluso esto se tiene a gala.
Esto implica cálculo, con la particularidad de
que no se refiere a lo más esencial: al valor de la pro-
pia humanidad. Y aunque con estos cálculos sea para
nosotros muy difícil cimentarnos, sin embargo hemos
de esforzarnos en superar esta situación, ya que la lu-
cha por la humanidad, la lucha que todo hombre —y
el cristiano en particular— lleva adelante por la hu-
manidad, es la lucha más noble. Lucha en vanguardia
y por la victoria; ¡merece la pena sucumbir en ella!
Una consideración más: el pecado aparece como
conflicto con Dios. Y algo que le impresiona mucho al
hombre es saber de dónde procede este conflicto. ¿Surge
en cada pecado? ¿Y de dónde procede?
Volvamos mentalmente a la charla del otro día. De-
cíamos que el hombre escoge a Dios y lo rechaza.
Escoge a Dios, escogiéndose en cierto modo a sí mis-
mo. Continuamente escojo a Dios o lo rechazo.
Escogiéndome a mí mismo en cada acción, escojo o
rechazo a Dios. ¡Tan vinculado estoy a Dios! ¡Lo esco-
jo o lo rechazo!
¿Pero por qué el pecado trae siempre un conflicto
con Dios Nuestro Señor?
Diréis: «Porque el pecado es contrario a la ‘ideolo-
gía’ de Dios».
La ideología de Dios es la ideología de la Creación.
La función de ésta es crear, fomentar el bien. Y de
modo particular en el orden moral. Esta es la ideolo-
gía de Dios. ¡Y el pecado la destruye!
El pecado destruye sobre todo un bien fundamental,
el bien inmanente que impulsa a cada uno de nos-
otros.
El pecado destruye un bien de esta naturaleza. ¡Y un
bien así soy yo!
Yo no me he proporcionado la existencia. Yo no soy
propiedad mía. En el fondo no son ni siquiera mis
padres quienes me han dado la existencia.
Dios tiene un derecho fundamental sobre nosotros;
yo soy criatura suya.
En estas circunstancias, yo, en cierto modo, estoy
henchido de la ideología de Dios creador, por quien
todo sigue adelante.
Y si yo rompo y destruyo en torno a mí y en mí, esto
entra en conflicto ideológico con Dios.
Lo que hago es profesar otra ideología distinta de la
suya.
Además se produce también un conflicto de volun-
tad, en cuanto que la idea actúa a través del entendi-
miento y el entendimiento se acompasa con la vo-
luntad.
Yo —gracias a que tengo entendimiento, a que soy
esencia intelectiva— reconozco las normas morales, los
principios morales, el «haz esto, evita aquello».
Por otro lado, Dios mismo, revelándose, ha recalca-
do y ha dictado estos principios y estas normas de
moralidad.
—No tendrás más Dios que a mí.—Honra a tu pa-
dre y a tu madre.—No matarás.—Etc.
Así las cosas, conozco y sé cuál es su voluntad. Por
eso no hay sólo un conflicto de ideas, sino un choque
entre su voluntad y la mía: Yo quiero diversamente a
como quieres Tú.
Otra cosa más: ¿Por qué el pecado constituye un
conflicto con Cristo?
Este es un problema todavía más profundo.
Niestzsche escribió un ensayo filosófico titulado Más
allá del bien y del mal. Existe en el hombre esta aspi-
ración: situarse más allá del bien y del mal, más allá
de la moralidad, y poder en cierto modo librarse de
ella. Librarse de algo que es por lo menos humano.
Librarse en cierto modo de ella.,
Cristo, por el contrario, anuló esta concepción. Cris-
to se puso en medio, entre el bien y el mal, en el mis-
mo centro. Cristo tomó personalmente parte en el con-
flicto entre el bien y el mal, tal como éste se presenta
en cada hombre.
Con ello Cristo impone a cada uno de nosotros las
mismas obligaciones. Y el hombre que pretende si-
tuarse más allá del bien y del mal, más allá de la mora-
lidad, no sintoniza con Cristo.
Hemos dicho ya que el cristiano es un hombre que
ocupa un puesto junto a Cristo. Por eso el hombre
asume sobre sí todo el peso de la moralidad.
Porque la moralidad es peso; instrumento de eleva-
ción y, a la vez, carga.
El hombre que quiere estar junto a Cristo debe car-
gar con todo el peso de la moralidad.
Y este peso será un instrumento de elevación. Por lo
tanto, si rechazamos este peso, entramos en conflicto
con Cristo.
Intentamos arrojar lejos de nosotros la cruz, porque
la moralidad es cruz. Y todo cuanto sobre ella se ha
escrito en tantos tratados y ensayos, en tantos relatos y
dramas, todo ello no tiene parangón con la única ver-
dad de que la moralidad es cruz.
La moralidad cristiana, la moralidad en general, es
cruz.
Pero el hombre puede probar a arrojar lejos de sí la
cruz. ¡Puede!
Cristo, sin embargo, permaneció en la Cruz. Por eso
el pecado es conflicto con Cristo.
Nos vamos acercando lentamente al término de
nuestros ejercicios y la jornada de mañana quiero de-
dicarla a la oración. Durante todo el día estará expues-
to en esta iglesia el Santísimo Sacramento. Os invito
fervientemente a su adoración.