Diálogo de Cristo con el joven del Evangelio de San
Mateo (19,16-22). Os recuerdo sus momentos más seña-
lados: el joven se acerca a Cristo y le hace una pregun-
ta: «¿Maestro, qué he de hacer para ganar la vida eter-
na?» Cristo le responde: «Si quieres entrar en la vida
eterna, guarda los Mandamientos».
Nueva pregunta y nueva respuesta clarificadora. El
joven inquiere: «¿Cuáles?» Y Cristo le recuerda los
Mandamientos del Decálogo. Reacción: «Todo esto lo
vengo observando desde mi juventud. ¿Qué he de ha-
cer aún?» Cristo: «Si quieres ser perfecto, ve, vende tus
bienes y dáselo a los pobres; luego, ven y sigúeme». Y
vino entonces la última reacción del joven: se alejó,
sin decir una palabra.
Tratemos de analizar desde el ángulo —digámoslo
así— humano este episodio, desde el momento que es
con frecuencia analizado bajo otro aspecto.
Pues bien, visto desde el ángulo humano, el conjun-
to aparece así: el joven estaba de algún modo fascina-
do por lo que Cristo proclamaba.
Percibe que anuncia un bien. Un bien que él mismo
querría realizar y que se llama Reino de Dios.
¿•Qué hacer entonces? ¿Qué de especial? La pregunta
del joven suena a positiva. Pero no por ello debemos
considerar positiva la respuesta que da al consejo de
Cristo.
Hagamos una valoración de conjunto. Cuando Cris-
to le dice: guarda los Mandamientos y se los enumera,
el joven responde: «Yo vengo observando todo esto
desde mi juventud».
En estas palabras está trazado su perfil humano.
Podremos decir: es el perfil de un hombre honesto,
sensible, recto. Pero también podemos interpretarlo de
otra forma.
En ese momento aquel joven se sentía, en cierto
modo, por encima de Cristo.
«¿Qué es lo que anuncias?» «¿Qué es lo que quie-
res?» «Todo esto no es superior a mis fuerzas, ni sobre-
pasa mi vida».
Efectivamente, en cierto sentido, tú no eres superior
a mí. Yo estoy a tu mismo nivel, o, tal vez, quién sabe
si en un nivel superior.
Claro que este razonamiento no lo encontramos en
el texto evangélico, pero de una lectura en profundi-
dad se colige ese contenido psicológico.
En cada uno de nosotros hay un poco de «machis-
mo». Lo había en aquel joven. Su reacción fue cohe-
rente consigo mismo.
Si tenemos en cuenta este detalle, resulta que el ele-
mento posterior de la conversación se justifica plena-
mente, se clarifica y al mismo tiempo nos clarifica
todo a nosotros.
Porque Cristo le hace una pregunta, o, mejor dicho,
no le hace una pregunta, sino que le hace una propo-
sición: «Si quieres ser perfecto —dice—, ve, vende, dis-
tribuye, ven, sigúeme».
Sigúeme. ¡Le hace una propuesta!
En esta propuesta El no trata de indicarle algo que
pueda hacer con relativamente poco esfuerzo, puesto
que «Todo esto lo he hecho desde mi juventud».
No, Cristo exige. Le exige que dé.
¡Le exige que dé!
Y aquí aparece de nuevo un elemento característico
del perfil humano: exactamente, la poca disposición
del hombre a dar.
Primer paso: tomar, conquistar. Fruición, beneficio,
ventaja. Llegar. Incluso en el orden moral.
Segundo paso: dar. ¡Aquí, marcha atrás!
Poca disposición para dar.
Lo que es tan característico, bajo otros aspectos, en
el perfil espiritual de la mujer, en el hombre apenas si
se esboza.
Lo que alcanzamos a extraer del análisis de este he-
cho evangélico nos sirve de punto de partida para
nuestra —llamésmosla así— consideración especial
proyectada sobre vuestro estado. Porque hay algo que
fácilmente podemos descubrir en el perfil espiritual de
cada uno de nosotros: la soberbia humana, la poca dis-
posición a la donación y el espíritu de conquista.
¡El espíritu de conquista!
Ansia de conquista y de dominio en los diversos ór-
denes. Una cosa que nos enfrenta de un modo caracte-
rístico con los problemas de la religión.
Corre por ahí la especie de que la religión es cosa de
mujeres. Algo más propio de la mujer que del hombre.
Algo que desdice un poco del varón.
El hombre se siente más en la piel de Nicodemo. ¿Os
acordáis? Nicodemo era aquel miembro del Sanedrín
que aceptaba a Jesús, pero, en cierto modo, a escondi-
das. No voy a decir que creyera ya en El, sino que lo
aceptaba, y le visitó de noche, en un momento en que
nadie pudiera percatarse de ello.
Pues en nosotros hay una tendencia a la religiosidad
propia de Nicodemo. A una religiosidad seguramente
caracterizada solamente por una discreción superficial,
pero con mucha frecuencia marcada por el «respeto
humano».
Somos reacios al compromiso. Igual que aquel jo-
ven que habría de sacar gustosamente de Cristo cuanto
le era posible, como un conquistador. Pero que, en
cuanto tuvo que comprometerse, se alejó de allí.
Puede también tratarse de un hecho circunstancial,
ya que hay que reconocer honradamente que, por
ejemplo, nuestro catolicismo, aquí en Polonia, pres-
i IIKIK-IKIO de vuestra presencia en esta reunión y, en
general, de la presencia de los hombres hoy en las igle-
sias; vuestro catolicismo, digo, se presenta cada vez
más como «de hombres» y menos como «de mujeres».
Menos femenino y más masculino.
Y esto constituiría ya un testimonio del hombre
cristiano.
Pienso que los problemas —los problemas de la fe
de la religión— en los tiempos que corremos, en esta
época de tensiones y conflictos, apelan en cierto senti-
do al testimonio.
Pero, a la vez, aunque se vean hombres en la iglesia
y, a veces, en número cada vez mayor; aunque, partien-
do de estas manifestaciones, nuestro catolicismo sea
cada vez más «de hombres» y menos de mujeres, sin
embargo, mirando al compromiso, no es muy perfecto.
No es suficientemente interior. Suficientemente pro-
fundo.
Le falta al hombre creyente una vida interior.
Lo que tal vez cree ser un estilo propio de religiosi-
dad, esta especie —digámoslo así— de discreción, de
distanciamiento —distanciamiento respecto a las ma-
nifestaciones de religiosidad, respecto a la vida sacra-
mental—, todo esto hace efectivamente que no haya en
él suficiente vida interior.
Incluso viendo las cosas en otro sentido, la conse-
cuencia es precisamente ésta: que no existe en nos-
otros, hombres, una vida interior suficientemente pro-
funda.
Este tipo de catolicismo será más «de hombre», pero
no suficientemente profundo.
A la par, queridos amigos, no podemos dejarles a las
mujeres la preocupación del Reino de Dios.
¡No podemos!
Y no podemos por la sencilla razón de que Cristo lo
ha dispuesto así. El dijo a sus Apóstoles: «Id por todas
partes, enseñad a todos los pueblos» (Mt 28,19).
¿Qué significa esta palabra: enseñad?
Enseñad significa esto: ¡responsabilizaos del Evan-
gelio como Verdad!
En términos actuales: responsabilizaos del Evangelio
como concepción del mundo, como idea. De acuerdo
con la naturaleza «del hombre».
Hay en él una cierta supremacía del entendimiento
sobre el corazón. Por ello Cristo le confía a él la res-
ponsabilidad del Evangelio como idea.
¡Del Evangelio como idea!
Del Evangelio como vida —como vida— que res-
ponsabiliza a todos.
La mujer juega un papel muy alto en la Iglesia, en
el catolicismo. Pero el Evangelio como idea es princi-
palmente campo «del hombre».
Dice: «Id y enseñad».
Queridos amigos, esto no es sólo para los obispos y
los sacerdotes. Se refiere a todos nosotros. «Id y
enseñad».
Tú, querido amigo, pues veo aquí también a perso-
nas mayores, enseña a alguien. ¿Cuándo hablas de co-
sas del catecismo con un niño? ¿Cuándo entablas una
conversación de tema religioso con un compañero?
¡Un tema que desdice!
En este punto conviene distinguir entre discreción y
vergüenza.
Porque, a lo mejor, lo que entre nosotros llamamos
discreción es, en realidad, vergüenza. O, peor aún,
superficialidad.
Tienes razón, no hables de problemas religiosos. No
pienses ni que existen. ¡Eres tan superficial!
Cristo, sin embargo, dice: «Id y enseñad».
Y cuando seas, si no eres ya, padre de familia: «Id y
enseñad».
Cuando os arrodilléis con vuestro hijo para orar:
«¡Enseñad!»
Dirás, tal vez, como se decía entonces, que ¡éste no es
mi problema! ¡Es un problema de mujeres! ¡Es proble-
ma de la mujer el enseñar a rezar!
Enseñar las oraciones puede que sí. Pero ¿y el ins-
truir en la oración, en la actitud religiosa?
«¡Id y enseñad!»
Recordemos, queridos amigos, que tenemos una in-
mensa responsabilidad con respecto a la propagación
de la «idea». Porque esto es algo que nos toca sobre
todo a nosotros, hombres.
¡Eso de cargar la responsabilidad del Evangelio so-
bre la mujer está muy visto!
Ahora se trata de hacer tomar conciencia de esto a la
juventud que avanza, a los jóvenes.
El padre casi siempre le dice a la madre: «Esto es
cosa tuya. En este terreno eres tú la que tiene la
palabra».
Cristo, sin embargo, dice: «Id y enseñad». ¡Vosotros!
Esta invitación se sobrentiende en un sentido más
amplio; el sistema de enseñanza es una cosa, y el deber
de enseñar, otra.
Cuando se medita en profundidad en este encuentro
de Cristo con el joven, en este diálogo psicológico en-
tre líneas del joven y Cristo, descubrimos eso que ya
hemos dicho: la soberbia «del hombre» y su falta de
disposición a darse a sí mismo.
Descubrimos también otra cosa: cierta propensión a
imponer la propia dimensión humana a lo que es ver-
dad o voluntad de Dios.
Algo evidentemente humano en general, pero «del
hombre» en particular.
¿Lo que es verdad de Dios, lo que es voluntad de
Dios, he de compaginarlo conmigo mismo?
¿Me conviene o no me conviene? ¡A mí! ¡Siempre
a mí!
Si me conviene —hablo así—, está bien. Si no, me
voy, me niego. He aquí la tentación de estar «por enci-
ma» de Cristo, particularmente allí donde Cristo quie-
re algo de mí.
Esta confrontación consigo mismo y la posibilidad
de estar «más allá» de Cristo se produce principalmen-
te en el campo de la moral sexual. Porque es en este
punto donde Cristo le exige al hombre. Y exige más de
lo que pensamos. Y exige diversamente.
Exige diversamente a como nosotros, en general,
pensamos.
Por parte del hombre las cosas ocurren así: eso es lo
que desea ardientemente; eso lo que le empuja a la
acción; eso a lo que se aferra.
Ella, en cambio, es la que paga.
Por eso el hombre con mucha frecuencia no quiere
pagar absolutamente nada. ¡Nada! Con frecuencia es
así.
Con frecuencia ocurre que cuando ella paga, y paga
con su persona, él se apresura a decirle: «Ve al médico,
yo te daré el dinero».
¡Ella paga con su persona, él con dinero!
O a menos que no se le ocurra decir: «Por tu culpa.
¿Por qué nos ha pasado esto? Evidentemente, es culpa
tuya y no mía. Mía, desde luego, no».
Y ése es el que arde en deseos, el que conquista, el
que se apodera.
La verdad es ésta: si tomo algo, debo también asu-
mir la consiguiente responsabilidad. ¡Responsabili-
dad!
Mis queridos amigos, estas duras frases que acabo de
pronunciar no penséis que no vienen a cuento.
Seguramente que lo que voy a deciros os parecerán
cosas que se refieren al mañana. Bien, pero el mañana
no debe cogerse de improviso. El mañana está ahí. Y
debemos tenerlo presente. Ya desde ahora, poco a
poco, hemos de ir responsabilizándonos de él.
Estamos ante dos problemas. Primero: tú y el Crea-
dor. Segundo: tú y ella. Ambos constituyen un todo.
Se compenetran entre sí.
Tú y el Creador. ¡El Creador!
Fíjate en esto, querido hermano: Dios, que es Padre,
es ante todo Creador. Y este Dios, Padre y Creador,
prende en el hombre un reflejo de su fuerza creadora.
¡De su potencia creadora! A la creación podemos lle-
gar biológicamente; es algo de lo que se puede hablar
en términos naturales. Pero su significado profundo
está en Dios. La biología, en efecto, viene «de Dios»,
la naturaleza procede «de Dios»; por consiguiente, la
semilla de vida, los elementos que cada uno de nos-
otros encierra en su organismo, son el fundamento de
nuestra participación en la fuerza creadora de Dios.
¡Dios crea! Y esto quiere decir ¡que llama a la existen-
cia de la nada! El hombre crea en cuanto que da la
vida.
Por esta razón, cada uno de nosotros debe tener un
profundo respeto hacia la naturaleza de las cosas.
¡Himno de alabanza, himno de alabanza a Dios Crea-
dor! Que, por lo mismo, son en nosotros su reflejo. No
sólo en nuestro espíritu, sino también en nuestro cuer-
po, en nuestro organismo.
Y ahora, tú y ella.
Si bien es verdad que el hombre es creador de la
vida, crea esta vida en ella. Tenemos así ya una nueva
ley de la naturaleza: ambos crean juntos, en común,
esta vida. Se unen. Se unen aún más estrechamente en-
tre sí para poder dar paso a esta vida.
Por eso mismo, éste es un momento especial. Espe-
cialmente importante, porque el hombre es creador de
la vida en ella. E inmediatamente carga ella con el
peso de esta vida. Y aquí comienza el temible peligro
moral. Por la sencilla razón de que la mujer, inmedia-
tamente después, carga con toda la responsabilidad,
porque el hombre puede caer casi como en el papel de
un explotador primitivo. Más aún, cae en este papel. Y
le ocurrirá siempre, si él mismo, con su fuerza interior,
con la fuerza de su razón y de su voluntad —y ¿por qué
no? con la fuerza de su corazón—, no madura en su
papel de padre.
Dios es Creador y Padre.
Precisamente cuando el hombre no ha madurado en
su papel de padre es cuando oímos cosas como éstas:
«Ve al médico, yo te daré el dinero. ¿Cómo has dado
lugar a que haya ocurrido esto? Para eso están los anti-
conceptivos».
Sin embargo, ella tiene derecho a tu paternidad. A la
responsabilidad. A la protección. Tiene derecho a tu
responsabilidad.
Nos esforzamos poco por comprender la psicología
de la mujer. Y así nacen en ella rencores, se le abren
heridas en el alma, sufre por el horhbre que sentía cer-
ca de ella, se hunde en sentimientos de soledad y
destrucción.
La humana soberbia no nos deja advertir estas cosas.
¡Actitudes de conquistador!
Nos gustaría que este difícil problema se resolviera
solo. Pero no es así. ¡Vosotros sois los que lo tenéis
que resolver! No ella. Tú, sobre todo.
Hay en el hombre cierta inclinación a cargar este
problema sobre las espaldas de la mujer: «Tú debías
ya saber. Debías ya saber». ¡Pues si ella debía ya saber,
tú también! Hay que asumir la responsabilidad de este
hombre que va a nacer.
Subyace aquí un profundo problema moral. No
sólo demográfico, no sólo económico. ¡Moral!
Mis queridos hermanos, os suplico que no lo echéis
en saco roto; se trata de un problema moral. ¿Por qué
será que no queremos convencernos de que se trata de
un problema moral? Ya no tenéis dieciséis años. Hemos
de resolverlo nosotros. Digo nosotros; también nos-
otros, a través de la rejilla del confesonario y en tantas
pláticas en las que nos quedamos sin palabras frente a
la autoridad absoluta que representa esta nueva exis-
tencia.
Precisamente nosotros.
Ciertamente, la situación de la población exige solu-
ciones tanto desde un punto de vista económico como
demográfico.
La Iglesia busca una solución. La Iglesia se dirige a
los médicos y a los especialistas del mundo entero: ¡in-
vestigad!
Se trata frecuentemente de soluciones abstractas,
porque la solución concreta debe darla cada uno de
nosotros. Y seguramente la solución reside no sola-
mente en el plano de la propia regulación natural.
Pese a que la regulación natural de los nacimientos es
una gran conquista, donde reside la solución es en el
plano de una determinada formación en el amor.
Y es que expresar el amor, dar muestras de amor, no
tiene por qué significar siempre concebir. Es éste un
problema en el que tenemos que detenernos y que de-
bemos tener en cuenta.
En los ejercicios espirituales nos encontramos frente
por frente a Cristo. Entendemos las enseñanzas genera-
les con las que El se dirige a nosotros y a las que conti-
nuamente se refieren las meditaciones.
Mis queridos amigos, en el Evangelio van y vienen
muchos hombres, situados diversamente con respecto a
Cristo.
Es el cuadro panorámico de la humanidad. Cada
uno de nosotros. Uno detrás del otro. Es el cuadro de
la humanidad contemporánea.
En el Evangelio aparece Pilato, que dialoga con
Cristo y hasta cierto punto parece aproximársele. Pero
todo se queda en una pregunta genérica: «¿Qué es la
verdad?», y se quita de en medio.
«El hombre» en el Evangelio.
En el Evangelio aparece Herodes, el disoluto Hero-
des, con el que Cristo no se digna hablar. En el Evan-
gelio aparece —ya recordamos— Nicodemo. ¡Y en qué
medida puede ser Nicodemo un tipo de hombre!
Tenemos también a Saulo, primero perseguidor en-
carnizado, luego convertido en «el apóstol Pablo».
Y hay además en el Evangelio otros muchos a los
que Cristo dijo: «Sigúeme», llamada a la que respon-
dieron muy diversamente de como lo hizo el joven
rico.
Muy diversamente. Muy diversamente. Y fueron
muchos.
Mis queridos amigos. A cada uno de los hombres
dice Cristo: «Sigúeme». Cristo le dice a cada joven:
«Sigúeme». A cada uno de nosotros nos dice en este
instante: «Sigúeme».
Y seguirlo consiste en ir tras El.
Seguirlo con la mente, seguirlo con la voluntad, se-
guirlo con todo nuestro ser.
Tal vez penséis que esto quiere decir no seguirse a sí
mismo. No seguirse a sí mismo… exactamente. Esto es
muy importante para nosotros, porque cada uno de-
sea, por encima de todo, seguirse a sí mismo. Mis que-
ridos amigos, esto es también seguirse a sí mismos.
Cristo no nos arranca de nosotros mismos.
Cristo no anula a ninguno de nosotros. No nos de-
valúa.
Cristo nos enriquece si lo único que pretendemos de
verdad es asumir con El la responsabilidad de aquel
que es problema común a todos los hombres: «Id por
todo el mundo y haced discípulos a todos los pueblos».
Problema común a todos los hombres: el Reino de
Dios. Por esta razón, cada uno de los hombres que
busca el Reino de Dios se halla a sí mismo. Amén.