El Evangelio tiene un contenido humano; es pro-
fundamente humano. Y mientras por una parte es ma-
nifestación y palabra de Dios, por otra, ésta se presenta
íntegramente escrita por el hombre.
El contenido humano del Evangelio está principal-
mente vinculado a Cristo. A Cristo que vive en el
Evangelio una vida humana.
Dejemos, por un momento, aparte su divinidad, su
misión divina, los milagros, todo cuanto le hace ex-
traordinario y sobrehumano. Su vida fue verdadera-
mente humana y ordinaria.
Más admirable aún resulta el que un aspecto no dis-
minuye al otro, que, por lo tanto, siempre está patente.
Ambos constituyen un todo homogéneo.
El contenido divino del Evangelio está vinculado a
la persona de Cristo, tanto como lo está el contenido
humano, si bien este último conectado con la presen-
cia de todos los hombres que se mueven en torno a El
en el Evangelio.
La vida humana que lleva Cristo es verdaderamente
tal en todos sus aspectos. No en vano constituye el
ejemplo de la vida humana —el Modelo— y la solu-
ción de los problemas diarios: no sólo los que inciden
sob’ el sentido más profundo, sino, a la par, los que
afee an al desenvolvimiento de lo concreto, cotidiano y
ordinario. [Cuántas veces brota en nosotros esta senci-
lla y elemental pregunta!, ¿qué hacer con esta vida de
la que disfruto?
Pues la respuesta a esta pregunta la hallamos en el
Evangelio mirando a Jesucristo.
Por eso he dicho que Cristo constituye un modelo.
Si fuera posible ceñir más la respuesta a la pregunta de
«¿qué hacer con mi vida humana?», la respuesta que
hallamos en Cristo probablemente diría así: ¿qué ha-
cer con mi vida humana? Lo que hizo Cristo con su
vida humana. El la vivió por entero: por entero para
servir y amar; por entero llenó su vida de amor y de
servicio.
Y esto podría seguramente hacer más lapidario ese
contenido humano del Evangelio que nos puede ayu-
dar a responder a la pregunta de «¿qué hacer con mi
vida huamana?»
El Evangelio lleva dentro un contenido profunda-
mente humano.
Hoy necesitamos antes que nada determinar, anali-
zando el contenido humano del Evangelio, algunos as-
pectos «positivos» fundamentales que hallamos en la
vida humana de Cristo y que reaparecen en la vida de
cada hombre, de cada uno de nosotros. .
Si contemplamos la vida huamana de nuestro Señor
Jesucristo, podemos sin dificultad colocar a cada hom-
bre en su sitio. Es un modelo universal, y lo es porque
cada hombre puede ocupar su puesto y desarrollar su
vida, tal como El llevó su vida humana, bajo el mismo
principio, poniéndola de lleno a favor de servir y
amar.
Probemos a definir a ese nivel algunos aspectos po-
sitivos fundamentales de cada vida humana.
Con harta frecuencia se oye hablar hoy —especial-
mente en psicología— del peligro de las frustraciones,
esto es, de la pérdida de valor.
Se las conoce como tendencias insatisfechas, como
apetencias sin finalizar, razón por la cual se crea en el
hombre una situación que quiebra su personalidad.
Puede que no del todo, puedequépptJQ, una determina-
da razón; pero la quiebra.
Es cierto, el peligro <felaíi frustraciones ^cecha siem-
pre allí donde no hay un sistema de referencia a valo-
res superiores, que las haría imposibles.
Hay que reconocer que sobre todo hombre, sobre el
hombre moderno, se cierne ese peligro, en la medida
en que aquél permanezca ayuno de un sistema supe-
rior de valores, de un sistema ulterior de referencia
para sus aspiraciones, para su inteligencia, muy en
particular para su voluntad y su corazón. Entonces es
cuando se cierne el peligro de caer en la vacuidad y, a
la vez, el peligro de una fractura interior, de un des-
equilibrio de la personalidad.
Este peligro lleva a veces muy lejos, incluso hasta el
delito y el crimen, incluso hasta ciertos desequilibrios
sociales cuyas manifestaciones ya se han señalado y se
han descrito.
Un segundo fenómeno de esta clase, y que muy a
menudo aparece a cargo de la generación actual, es el
fenómeno de la rebeldía.
Algo muy distinto de la frustración.
Rebeldía, protesta.
En la rebeldía hay incluso algo positivo, con tal que
esa rebeldía sea una lucha por valores auténticos; por
valores sobre todo, pero que sean auténticos.
¡No a la rebeldía injustificada y egoísta!
Aceptando la lucha que tiene por efecto la búsqueda
de valores auténticos, es posible encontrar a Cristo.
Esta rebeldía fermenta en nosotros, algunas veces, a
partir de cierta sensación de que la vida carece de espe-
ranza y de fin, de que es algo superficial. De esto
oímos hablar frecuentemente, se hacen diagnósticos y
se da una receta.
Por medio del trabajo se puede aminorar o aflojar la
fuerza de la rebeldía junto con la desesperanza de la
vida.
Y estamos ante «la idea del trabajo».
Pues bien, quiero deciros que esta idea del trabajo
¡no es una receta que satisfaga!
El trabajo, sea como fuere, no puede bastarle al
hombre, no puede satisfacer las necesidades más pro-
fundas de su humanidad.
Así es. Si no se acepta como realización de servicio y
de amor, no le basta al hombre, no le descarga el senti-
miento de rebeldía, ni le refuerza frente a la —aunque
sea mínima— frustración.
En cambio, el trabajo «puede» valer para la realiza-
ción del servicio y del amor, puede favorecerles. Por
tanto, si pude favorecerles, librémonos bien de verlo
como algo puramente utilitario, sólo a la luz del pro-
vecho concreto y material que siempre comporta.
Guardémonos de ello, por nuestro bien.
Guardémonos bien de semejante idea del trabajo.
Y guardémonos bien de semejante concepción de la
vida.
Así es como se puede uno desviar completamente del
fin al que creemos dirigirnos.
Los medios solos no resuelven los problemas del
hombre. El hombre es una entidad dirigida a un fin;
guardémonos, pues, de una concepción meramente
utilitaria del trabajo.
Trabajo y medios como fines en sí mismos. Con es-
tos medios, que tomados materialmente deberían ha-
cerme rico, soy pobre.
Todo está íntimamente ligado con la idea del traba-
jo. Con el modo de entenderlo.
Si el trabajo no es una forma de realización del ser-
vicio y del amor, si el trabajo no tiene un valor deriva-
do de la persona, ¡puede aniquilar al hombre! Sin em-
bargo, el trabajo puede contener también el valor que
construye al hombre. Podemos sentirlo en nosotros
como algo extraño que proviene del exterior, pero
como algo propio, algo en lo que yo estoy y que está
en mí. Algo que creo.
El destinatario del tabajo constituye un segundo as-
pecto. Y aquí es donde en gran medida encontramos la
posibilidad del servicio y del amor. No existe trabajo
que no pueda ser punto de partida hacia Dios y el
hombre. Claro que no. Hay tipos de trabajo que tie-
nen como objeto directo al hombre, como ocurre con
el trabajo del médico, de la enfermera, del enseñante o
del sacerdote; mientras otros se ocupan de él sólo indi-
rectamente: pienso en el trabajo de un ingeniero o un
constructor. Pero siempre el hombre, siempre él en el
ámbito de mi trabajo. Si, por ejemplo, se instala la
calefacción central o se monta una escalera de caracol,
o se revoca una fachada, cada una de estas operaciones
es, en última instancia y de algún modo, útil. ¡He di-
cho útil! Útil al hombre, que se inserta de esta manera
en el orden del servicio y del amor.
Pensar en el destinatario de mi trabajo, concebir mi
trabajo en este sentido, esto es elemento importante del
cristianismo. Y un elemento muy importante de nues-
tro estar al lado de Cristo. De ello hablamos ya ayer.
¡Y que este elemento no lo recoja ninguna estadísti-
ca del trabajo! ¡Y menos aún sus reglamentaciones!
¡Ni formularlo!
Y es que se trata de algo que debemos nosotros mis-
mos elaborar interiormente.
Es una obra de nuestra interioridad, de nuestra acti-
tud, de nuestro compromiso.
Una obra que se inició ya en las primerísimas eta-
pas. Cuando sigo doblado sobre los libros, cuando de-
voro columnas enteras de cifras y cuentas, cifras y
cuentas (las cito como ejemplo) me ‘/evan a la calefac-
ción central, a la escalera de car;col, al hombre.
Quiero también hablaros del segundo aspecto posi-
tivo, preeminente y fundamental en la vida de Cristo,
en su vida humana, el mismo que hallamos con fre-
cuencia en la vida del hombre.
Este lado positivo es el sufrimiento. Tal vez os haga
estremecer. A mí también me hace siempre estremecer-
me cada vez que acudo a la cabecera de un hombre que
sufre, en el límite de su dolor.
Esta tarde he oído esta frase con la que estoy total-
mente de acuerdo: «Sólo el que lo experimenta sabe lo
que es. Antes tiene de aquello una idea semejante a la
que tiene un ciego del color».
Nadie conoce el dolor tan bien como el que sufre.
Pero también es un hecho que, con mucha frecuen-
cia, el sufrimiento de los demás tiene sobre nosotros
poder edificante.
Yo mismo no me lo creía. Pero ahora lo vivo con
frecuencia y por eso afirmo que el sufrimiento es un
lado positivo, si bien muy difícil. Más aún, un lado
positivo que procede de la postura de Cristo; de nues-
tra postura junto a Cristo.
Nos limitamos a contemplar el sufrimiento desde
fuera, cuando lo que tenemos que hacer es conocerlo
desde dentro.
Además de su aspecto exterior, el sufrimiento tiene
también un aspecto interior, siendo un misterio que se
realiza en los hombres.
Podría recordar la visita a un compañero vuestro,
más mayor, que está clavado en el lecho del dolor, sin
esperanza. Y sin embargo lo vemos en su cuarto son-
riendo. Y no se trata de un espasmo, sino de una ver-
dadera y radiante sonrisa.
¡Incomprensible!
Sí, si vemos sólo el aspecto externo del caso de este
hombre que no puede ni siquiera pasar las páginas de
un libro, dado el estado de agotamiento a que ha lle-
gado su organismo. Algo incomprensible, mirado des-
de este punto de vista.
Misterio. Misterio indescifrable.
Cuando estamos ante el sufrimiento, estamos ante
Cristo. Por eso el sufrimiento es un lado «positivo» de
la vida.
Pero digamos algo más acerca del primer lado posi-
tivo esencial y fundamental que aparece en la vida hu-
mana de Cristo y en la vida humana de cada hombre.
El amor.
Y cuando digo amor, pienso en el amor familiar.
La palabra familia, referida a la institución, es una
expresión floja, demasiado formalística. Ni casa, ni so-
ciedad, ni comunidad, ninguna de estas expresiones es
exacta, porque la familia es más bien un «ambiente».
Un ambiente en el que el hombre se forma en inter-
cambio recíproco. No sólo en la relación de padres a
hijos, sino también en la de hijos a padres. En conse-
cuencia, los padres son buenos educadores si saben ha-
cerse educar.
Este es un gran lado positivo de la familia. ¡Grande,
sil Lado positivo básico de la vida humana.
Hoy somos testigos de que existe una crisis. Crisis,
por cierto, difícil ahora de analizar. Entre otras cosas,
consiste en esto: en que los jóvenes ven a la familia y a
sus propios padres sin admiración. Están buscando
otro modelo.
A veces incluso combaten. Sucede con frecuencia.
Puede que haya estallado la guerra. Puede que la
disolución de la familia dependa de ese cataclismo de
cuanto es humano, de todos los valores humanos. ¿O a
lo mejor se trata de una crisis más profunda, una crisis
interior? En todo caso, la crisis está ahí, acompañada
de cierta angustia que frecuentemente parece ahondar
mucho, ya que no sabemos, muchas veces, a dónde lle-
va esta necesidad de buscar o si verdaderamente es tal y
no una negación más que otra cosa.
Por favor, mis jóvenes oyentes, reflexionad bien so-
bre esto que os digo: si verdaderamente en este punto
buscáis o solamente negáis.
Tenéis un libro que recoge acontecimientos y he-
chos titulado Mis padres. Un libro-encuesta impresio-
nante. Un libro-documento.
Queda además el cuarto mandamiento, que dice:
«Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolon-
guen tus días…» (Ex 20,12).
Repitamos muchas veces el cuarto mandamiento.
Ignoro si entramos a fondo en su sentido propio, por-
que ningún mandamiento está formulado de esa ma-
nera.
Los Mandamientos del Decálogo aparecen en su ma-
yoría en forma de prohibición: «no matar, no cometer
adulterio, no robar»; aquí, en cambio, sencillamente:
«¡honra!»
Y, además, la proposición final: «para que se pro-
longuen tus días…»
Con toda probabilidad, los israelitas interpretaron
esta longevidad y prosperidad temporal en un sentido
más que nada material. Pero esa misma proposición
tiene más bien otro sentido más profundo.
Un sentido más profundo.
Honra; léase, ¡respeta el valor del hombre!
Se aprende del hombre. Así es el ser humano. ¡Se
aprende del hombre!
Posiblemente, en estos momentos alguien de voso-
tros piense, con amargura en su corazón, que ¡cómo va
a aprender! Cómo, si el padre ha abandonado a la ma-
dre. ¡Si ese hombre que le ha tocado llamar marido de
su madre no es su padre! O, al revés, si esa mujer que
le ha tocado llamar mujer de su padre no es su madre.
¡Honra! Dios exige mucho. ¡Pero que mucho!
Veamos cómo puede ocurrir la crisis y las tremendas
responsabilidades que comporta. Responsabilidades
respecto a los valores fundamentales unidas a la pala-
bra hombre.
«…Para que se prolonguen tus días…»
¿Tiene que ser necesariamente en un sentido mate-
rial? ¿Necesariamente prosperidad temporal, o es que
no es más importante que salga de la familia un senti-
do profundo del valor y de la dignidad humana?
En ese caso, ¿viviendo solo no se vive una larga
vida? No se vive una larga vida si no hemos descubier-
to el valor más importante de las cosas creadas.
Queridos amigos, hay que profundizar con seriedad
en el cuarto mandamiento, a fin de que la crisis de la
familia y la relación con los padres ligada a esta crisis
no alcancen a veces excesivos grados de crueldad.
Por eso es necesario profundizar en él también para
esclarecer si lo que vayamos a construir va a ser mejor,
o, al menos, bueno en igual medida.
¿No nos sentiremos acaso ya arrastrados por la diná-
mica de una crisis de esta naturaleza, no la considera-
remos ya algo normal? Por otro lado, también nuestro
modelo, el que llevamos en lo más hondo de nuestra
conciencia, ¿será en verdad mejor que aquél?
A veces tenemos ocasión de oír cosas increíbles,
como, por ejemplo: «Debería haber uniones comu-
nes». «¿Por qué?» «Pues porque, si no son comunes,
son puro egoísmo; se piensa sólo en sí mismos».
Queridos amigos, ¿cómo controlamos estos procesos
mentales que acontecen en nosotros? ¿Cómo los verifi-
camos? ¿Por qué nos llevan por senderos tan distintos
que, a veces, ni siquiera nosotros vislumbramos el fin?
Avanzamos a ciegas, y, sin embargo, se trata de pro-
blemas de mucha responsabilidad.
Hay que reconocer que los jóvenes toman muy en
serio estos problemas. Lo prueban los últimos aconte-
cimientos, las discusiones recientes, las últimas publi-
caciones.
Queridos amigos, no se nos permite situar y resolver
estos problemas diversamente de como ha hecho Cris-
to. Lo que en estos temas ha dicho, lo ha dicho para
bien del hombre.
«Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre»
(Mt 19,6).
Esto es para el hombre. Y lo que Cristo ha dicho
tiene una dimensión definida porque sirve al hombre.
No para darle un «peso», sino para garantizarle al
hombre la dignidad y el amor.
Dice Cristo: «No cometerás adulterio». Y dice una
cosa que ya está en el Antiguo Testamento. Dice Cris-
to: «Quien mira a una mujer para desearla, ha cometi-
do ya adulterio en su corazón» (Mt 5,28), y con esto no
exige nada que vaya contra el hombre y el género
humano.
Debemos admitir que éste es uno de los lados positi-
vos más importantes que resaltan en la postura de
Cristo.
La persona humana y esta función de lo «positivo
humano» son importantes, son fundamentales.
Hablo de mi persona humana. De cada persona
humana.
Mi persona humana es lo que yo tengo de positivo.
«¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si
pierde su alma?» (Mt 16,26). ¡De veras!
Cuando se habla del alma, se habla de la persona,
que nuestro Señor Jesucristo antepone a todo.
Este es el lado positivo más grande que yo tengo. Es
mío. Coches, televisores, instrumentos todos, todos los
medios caen fuera de mí. Yo, en cambio, soy eso otro.
Este gran lado positivo que yo tengo he de adminis-
trarlo bien.
El problema de la responsabilidad nace precisamen-
te de aquí. Amén.