Hay muchas cosas de interés común que decir, pero
en esta segunda parte quiero dirigirme exclusivamente
a vosotras, mujeres.
Leyendo con atención el Evangelio vemos que Cris-
to le asigna a la mujer un puesto especial junto a El,
señalándole posibilidades distintas de las del hombre.
Por esta razón me he permitido dedicaros hoy un
momento especial. Análogamente, mañana dedicaré
exclusivamente a los hombres la segunda parte de la
meditación.
Nuestro interés se centrará en el papel especial con-
fiado a las mujeres, según Cristo.
Os ruego que recordéis atentamente todos los en-
cuentros habidos por Cristo con las mujeres y por las
mujeres con El —el Evangelio nos trae múltiples
casos—, los cuales encierran la posibilidad de una in-
terpretación única. La conversación con la samaritana,
el episodio de María Magdalena, la figura de las her-
manas de Lázaro, Marta y María y la propia Madre de
Cristo, María, presentan personalidades diferentes que,
en circunstancias distintas, aparecen junto a Cristo.
Lo que nos impresiona es sobre todo el que estas
mujeres, al haberse acercado a Cristo, alcanzaron a su
lado cierta autonomía interior, habiendo entre ellas
muchas «caídas».
Este es obviamente el caso de la samaritana, cuya
conversación con Cristo registra San Juan en el capí-
tulo quinto de su Evangelio.
¡Todo un «acontecimiento» el encuentro con la sa-
maritana!
¿Recordáis la conversación desarrollada junto al
brocal de un pozo? Cristo pide agua y la mujer se
asombra de que El, siendo israelita, le pida de beber a
ella, una samaritana. La conversación transcurre del
agua como elemento al agua sobrenatural, agua viva
que es bebida del alma inmortal. En un momento
dado, Cristo le dice: «Ve y tráete a tu marido». «No
tengo marido», responde. Y Cristo: «Dices muy bien
que no tienes marido. Siete has tenido y el que tienes
ahora no es tu marido».
Se aprecia en la reacción de esta mujer una suerte de
liberación. Cristo la ha liberado a través de la revela-
ción de la verdad. Ha conquistado su confianza acla-
rándole el significado de su situación. ¡Algo hay en las
palabras de Cristo que, lejos de mortificarla, avergon-
zarla, rebajarla o pisotearla, la eleva!
Lo mismo que ocurrió con la Magdalena.
Pero volvamos también sobre lo que les dijo a Marta
y María en el pueblo de Betania. Cristo se dirige a
Marta de un modo que le deja a uno boquiabierto:
«… Tú te preocupas y te sofocas por muchas cosas; una
sola es necesaria» (Le 10,41). Es como si hubiese queri-
do reprender a esta Marta hacendosa que, demasiado
absorta en sus tareas, se olvida de su vida interior y no
es libre.
En todo episodio del Evangelio que relate encuen-
tros donde aparezcan figuras femeninas, la caracterís-
tica de la independencia de la mujer la hallamos
«junto» a Cristo.
Esta característica nos produce especial impacto en
la Madre de Dios.
Figura muy sencilla, María posee una individuali-
dad de lo más grande.
Su maternidad fue por entero fruto, de la elección:
«Hágase en mí según tu,^al¿bW’:;(L£\1,38).
Esta expresión, en aquCT^écistf mornenra y después,
lo decidió todo.
Pocos detalles han llegado hasta nosotros acerca de
la Madre Santísima de Cristo. Pero esos pocos rasgos
que nos refiere el Evangelio ¡nos dicen tantas cosas!
Nos permiten ver su individualidad de mujer.
Cristo tuvo en ella no solamente a la Madre, sino
también una madura compañía independiente en su
vida.
Lo vemos en el Evangelio, lo vemos en Cana de Ga-
lilea, lo vemos en el Calvario.
Al lado de Cristo no había esclavas, pese a que el
sistema social vigente trataba a la mujer como a una
esclava, en Roma lo mismo que entre los judíos.
No hay esclavas «junto a» Cristo. La pecadora pú-
blica, convertida, se transforma en novia, en hermana.
Pero, sobre todo, la mujer es Madre.
Llevemos nuestra reflexión a los términos del pro-
blema capital del concepto de emancipación. Por viejo
que éste sea, hoy somos testigos de su difusión, que ha
implantado de diversas formas una nivelación entre
hombre y mujer en el trabajo profesional, en lo políti-
co y hasta en el modo de vida.
La igualdad entre hombre y mujer es, en sí, funda-
mentalmente comprensible, ya que se funda exclusiva-
mente en la madurez interior y en la independencia de
la mujer, las características precisamente que encon-
tramos en el Evangelio.
Hablo de su individualidad, de la programación de
su vida y su futuro; sin esto la emancipación exterior,
más que nada, destruye a la mujer, en vez de rehabili-
tarla. No cabe duda de que con harta frecuencia esta
emancipación exterior, la igualdad con el hombre,
hace de ella un ser desdoblado, sobre todo si se trata de
una mujer formada profesionalmente. Dobla sus ta
reas, sus deberes y las dificultades de la vida y genera
conflictos.
Tengamos también en cuenta algo más: la espacial
conformación interior de la mujer, diferente de la del
hombre.
Cristo tuvo perfectamente conciencia de todo esto.
La mujer es preferentemente corazón e intuición; se
deja llevar por los acontecimientos de un modo más
sensible y más completo.
Por eso necesita apoyo (como ese «junto a» Cristo
del Evangelio), mucha madurez e independencia in-
terior.
Esta independencia —digo algo que puede parecer
paradójico— hace a la mujer, al mismo tiempo, libre
del amor y abierta a él.
La libera del amor —de ese amor con «a» minúscu-
la, de ese amor que es necesidad, constricción, circuns-
tancia, erotismo— y la dispone al Amor que es fruto
de la elección consciente y en el que es posible hallar
la propia vida, la propia vocación.
Por mucho que llame la atención, esta necesidad es
imprescindible, porque la mujer participa con toda su
sensibilidad.
La mujer está mucho más expuesta que el hombre a
todo, mucho más expuesta que el hombre a los condi-
cionamientos psicológicos. Por eso necesita conquis-
tarse esta independencia mediante un esfuerzo interior
que no elimina de la propia vida el amor, sino que lo
reconoce como motivación última en el Gran Amor.
Además, esta autonomía la necesita también para las
exigencias sociales, pues la mujer al lado de Cristo es
independiente; no tiene —podríamos decir— necesi-
dad del hombre y, así, cuando se casa, cuando entra en
la vida matrimonial, en ese momento esta independen-
cia hace de ella no un objeto, sino una persona.
Aquí a veces puede encontrarse con ilusiones y
desilusiones.
Sin la mediación del amor, la mujer permanece
como objeto para el hombre.
Resuenan en mis oídos frases como ésta: «Era aún
muy joven, no había terminado los estudios; me casé.
Ahora sufro mucho, sufro mucho».
La conversación prosigue. Y si queremos resumirla,
saber por qué sufre, oigamos esto: «Sufro porque soy
un objeto. No soy una persona». «¿Tal vez él no alcan-
za a sensibilizarse respecto a ti? ¿Te siente cerca de él?»
«No, él no quiere más que una cosa».
Mucho más doloroso todo esto si es la conclusión
de lo que se consideraba amor, de aquello a lo que se
fue con toda el alma, con todo el sentimiento.
Precisamente por esto ella necesita la emancipación
interior, que hace que la mujer pueda en el amor estar
al lado del hombre como compañera. ¡Como compa-
ñera!
¡Una y otro al mismo tiempo! ¡Constructores!
Vocación esencial de la mujer es esta función.
Esta es la característica del matrimonio.
El matrimonio no es solamente una institución de
vida sexual. Si así fuera destruiría el sentimiento de
ambos y sobre todo el de la mujer.
Por eso la mujer es principalmente madre.
Madre quiere decir aquella que engendra. Engen-
drar significa educar con intuición, con el corazón, y
no sólo a los niños.
Su deber fundamental es éste: educar al hombre. Y
así, compartiendo la responsabilidad, no pede ser para
el otro un simple objeto. No carece de significado el
que Cristo, Hijo de Dios, Dios-Hombre, se someta a la
educación de la mujer, de la madre. No carece esto de
significado para nosotros.
La mujer al lado de Cristo aparece en la maternidad.
A veces tenemos la impresión de que la mujer, ca-
racterizada un poco por su belleza y el sentimiento, ^
adapta completamente a esta situación: ¡ser un objeto!
Objeto de admiración, de discusión, «modelo»; en
fin, uso nada más.
Es necesario formarse cierto instinto —llamémosle
así— de conservación, en sentido abiertamente espi-
ritual.
Es una especie de defensa de la propia personalidad.
Su camino, la independencia interior.
Es necesario que aprenda a conocer al hombre, a fa-
miliarizarlo con su independencia.
Esta independencia no destruye la unión, sino que
la forma.
Hay que familiarizarle con la realidad de que la mu-
jer es persona, que puede ser madre, que la maternidad
es grande y que la maternidad, además, es una expe-
riencia muy honda. Una experiencia en la que el hom-
bre no puede adoptar la actitud de un espectador. Yo,
mujer, con mi maternidad le comunico a él un valor
maravilloso: el valor de la paternidad.
El lo recibe sin dar nada a cambio. ¡Y yo, mientras,
tengo que pagar por ello!
Pero, por el hecho de pagar, no debo valorar super-
ficialmente esta maternidad.
Es un insulto gravísimo decir eso de «¿qué quiere
que haga?» Y se trata en la mayoría de los casos de
mujeres creyentes. ¡Perdón, ^iños que no habéis
nacido!
¡Inmensa responsabilidad e importante deber que
cumplir!
Bien es verdad que ahora podríais decirme con ra-
zón: «¿Por qué nos lo dice a nosotras?»
Los sacerdotes os dirigís en seguida a nosotras.
Les hablaré a ellos, les hablaré.
Les hablaré de hombre a hombre. Desde aquí
mismo.
Pero os lo digo también a vosotras, porque es por
vuestro bien.
Ellos han de aprender que la maternidad sublima,
pero que también supone un drama, sobre todo cuan-
do aquélla es destruida junto con la concepción.
Con el niño que es fruto de la maternidad.
¡Drama tremendo!
No se puede tolerar.
No se puede ignorar. Es un peligro que deshojamos
cada día.
Tal vez para muchas de vosotras esto puede repre-
sentar un peligro en el futuro. Un futuro lejano. No
obstante, debéis estar preparadas.
Por lo demás, se trata de algo verdaderamente difí-
cil. De un deber erizado de dificultades.
Educar al hombre, educarle en el amor, y en el amor
noble; educarle a fondo en estas verdades: esto signifi-
ca que la mujer sea persona y no solamente un objeto.
Por eso hay que hablar de estas cosas exhaustiva-
mente y a tiempo, cuando todavía andáis entre los fas-
cículos y los libros de la universidad o entre los textos
del liceo.
¡Exhaustivamente y a tiempo!
Sobre este tema oímos cantidad de opiniones dife-
rentes, de soluciones distintas. Soluciones aparentes,
porque en ellas falta el hombre.
Falta la persona humana.
Cristo no se preocupa de otra cosa sino de que en
este tipo de solución se salve la persona humana.
Son verdaderamente deberes muy difíciles.
No trato de deprimiros ni de atemorizaros. Deseo so-
lamente deciros que nos damos cuenta de que se trata
de un deber erizado de dificultades.
Quiero manifestaros, y esto siempre, que no preten-
demos quedarnos sólo en el papel de correctores mora-
lizantes, puesto que conocemos los sacrificios y difi-
cultades de que está repleta la vida.
Sabemos bien cuan dolorosamente se producen estos
fenómenos.
¡Claro que lo sabemos!
Cristo lo sabía mejor. ¡Y lo sabe mejor!
¿Puedo deciros lo que hay que hacer?
En parte ya lo he hecho. Preguntad también a otros,
a vuestra madre, por ejemplo; pero preguntad a quien
os diga la verdad, a quien no minimice estos deberes,
dado que las opiniones que circulan en torno a este
tema, incluso muchas veces en el seno de familias cris-
tianas, no son precisamente cristianas.
Eso sí, si me preguntáis «¿qué hay que hacer?»
—cómo actuar, cómo aconsejarse en este punto—, tal
vez yo no logre responderos detalladamente.
Pero ved esto: estoy seguro de que, al lado de Cristo,
todas las mujeres que están al lado de Cristo —¡to-
das!— poseen lo más importante: madurez y autono-
mía interior.
Esto es esencial en la formación de la personalidad,
en la preparación a la maternidad, en el crecimiento
en el amor y la responsabilidad.
Por eso cuanto puedo deciros es sólo esto: ¡acercaos
a Cristo, acercaos!
No sólo superficialmente, como si se tratara de un
estado de ánimo pasajero.
Acercaos a El con todo vuestro corazón, con todo
vuestro ser, con toda vuestra vida.
Buscadlo. Acercaos a Cristo.
Sabéis cómo hacerlo. Lo sabéis desde niñas. No ten-
go que enseñaros cómo acercarse a Cristo. Sólo quiero
garantizaros que junto a El, junto a Cristo, todas las
mujeres ganan su independencia interior.
¡Todas!
Ayer dijimos que escoger a Dios significa escogerse a
sí mismo, al propio yo; escoger a Cristo significa esco-
gerse a sí mismo.
Entonces, ¿cómo podréis nuevamente escogeros me-
jor a vosotras mismas, escoger vuestra individualidad
femenina, de mujer, de muchacha, escoger vuestro yo,
sino al lado de Cristo?
Sólo de esto se trata.
Pero ¿cómo hacerlo?, ¿cómo?
En esto seguramente os guiará tanto la luz interior
como la gracia que siempre nos asiste, la «gracia de
estado».
Si la buscáis, la hallaréis.
‘En todo caso, en el camino del amor que lleva la
vida consigo, acordaos de esto: por encima de todos los
amores hay un Amor. Un Amor.
Amor sin resistencia.
Sin titubeos.
El amor con el que Cristo os ama a cada una de
vosotras.
Amén.