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DE EJERCICIOS ESPIRITUALES CON KAROL WOJTYLA

II Parte

EL CAMINO CRISTIANO

Tanda de ejercicios espirituales dirigidos a la juven-
tud universitaria.

Cracovia, 1972

1. LA ORACIÓN

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Alabado sea Jesucristo!

Quiero empezar esta tanda de ejercicios haciéndoos

una pregunta bien sencilla. Una pregunta que hago a

todos, y empezando por mí, aunque la ponga en se-

gunda persona. Es ésta: ¿Oráis?

Podría haber formulado esta pregunta más adelante,

al acabar los ejercicios y llegando a ella gradualmente.

He pensado si debo, o no, hacerla al principio. Pues

bien, la hago al principio porque en ella se contiene la

sustancia de los ejercicios espirituales.

Los ejercicios quieren decir salir fuera de nosotros.

Escapar del torbellino de la vida. Significan recogerse.

Es posible recogerse en sí o por encima de uno. Son

éstas dos situaciones diferentes, pero, en los ejercicios,

de lo que se trata es del recogimiento, de salimos de la

disipación de la vida y entrar en contacto con Dios.

¡Pero el contacto con Dios quiere decir oración!

La oración puede asumir formas diversas. Pero,

siempre, de lo que se trata es de entrar en contacto con

Dios; escaparse de la disipación y entrar en recogi-

miento, no para cebarse en la soledad, sino para fami-

liarizarse con El.

Los ejercicios representan siempre una apertura,

aunque bajo algunos aspectos me encierre en mi men-

talidad, en mi experiencia, en mi conciencia, en mi

pasado.

Me abro a El, me abro a Dios en la meddida en que

soy capaz de aislarme.

De ahí la pregunta que hice al principio: ¿Oras?

Esta pregunta, que es sin duda el tema clave de los

ejercicios y de la vida cristiana, no vamos a exponerla

en abstracto.

Unida a ella quiero hacer esta otra pregunta: ¿Por

qué oras, por qué oro, por qué oramos, por qué? Esta

segunda pregunta ocupará principalmente las refle-

xiones de hoy.

Contiene una pregunta más en el caso de que no

ores.

¿Por qué no oras?

A esta pregunta (en el caso de que la situación inte-

rior, la situación espiritual, se plantease así) hay que

buscarle una respuesta durante estos días; caben varias,

pues la ausencia de oración puede significar muchas

cosas.

Puede significar simplemente que ya eres mayor

para orar como lo hacías de niño, del mismo modo

que has crecido mucho para seguir llevando ropa de

niño, y, sin embargo, no tienes todavía traje de adulto.

Puede también significar una cierta falta de forma,

de medios de expresión.

En estos casos, las más de las veces, incluso una falta

de búsqueda de medios de expresión para orar.

La falta de oración no debe en caso alguno signifi-

car que no tienes necesidad de orar. Más aún, esta ne-

cesidad se agudiza tanto más cuanto más tiempo haga

que no oramos, y llega un momento en que explota,

buscando una vía de escape.

El no orar, la omisión de la oración, no lleva necesa-

riamente consigo el que no nos demos cuenta que te-

nemos necesidad de orar.

En este caso, tu oración tiene al menos un funda-

mento interior, una actitud espiritual, un comporta-

miento más profundo. En realidad, oras; lo que pasa

es que deberías buscar los medios oportunos de expre-

sión, la forma de orar que responda a tu conciencia de

universitario, a la madurez de tu personalidad moral…

Este es el aspecto de la pregunta que añadí después,

porque todos venimos a los ejercicios para descubrir,

como realidad fundamental, el problema de la ora-

ción, de la relación confidencial con Dios, de la aper-

tura a El.

Venimos a los ejercicios porque ya oramos o quere-

mos aprender a orar.

Vuelvo a la pregunta fundamental y al tema princi-

pal de la meditación de hoy: ¿Por qué oro, por qué

oras?

¿Por qué oran todas las personas (cristianos, musul-

manes, budistas, paganos); por qué oran? ¿Por qué

oran incluso los que creen no orar?

La respuesta es muy sencilla. Oro porque hay Dios.

Sé que hay Dios. Por eso oro.

Algunos con toda franqueza responden: sé que hay

Dios. Otros contestarían de otra manera. Tal vez no

dirían con toda certeza: sé. Dirían más bien: creo. O, a

lo mejor, hablarían de otro modo diciendo: busco,

busco…

Querría, mis queridos amigos, que en el curso de

estas reflexiones pusierais orden en estas diversas ex-

presiones y precisarais cuidadosamente todas estas ac-

titudes espirituales.

Cabe preguntar: ¿Cómo sabes que hay Dios?

Me acuerdo de una carta, que me impresionó pro-

fundamente, escrita hace ya tiempo por un gran natu-

ralista. El autor me decía (cito de memoria porque he

perdido el original, aunque lo recordaré hasta la

muerte): «No encuentro a Dios propiamente por los

caminos de mi ciencia. Pero hay algunos momentos

—cosa que me ocurre por lo general ante la majestad

de la naturaleza, por ejemplo, ante la belleza de las

montañas— en que sucede una cosa extraña. Yo, que

no hallo a Dios por los caminos de mi ciencia, siento

en estos momentos con certeza que El existe y, enton-

ces, empiezo a rezar».

Creo que muchos de los intelectuales contemporá-

neos se expresarían también así sobre este mismo

punto.

¿Cómo sé que Dios existe? Hay algunas vías racio-

nales, pero han caído en desuso, por lo que, así le pa-

rece al hombre, no consiguen encontrar sitio en sus

modos de pensar y de conocer; no se identifican con

ellos. No en vano nos viene a la mente la frase de Eins-

tein que cito de memoria, aunque no sea con exacti-

tud: el penetrar en los secretos de la naturaleza y el

explicarlos científicamente nos demuestras, nos mani-

fiestan, que todo fue concebido maravillosamente; nos

revelan, de algún modo, el pensamiento, la sabiduría

del otro lado: del «más allá», del «más arriba», de lo

que está en la órbita de nuestra experiencia y de nues-

tra indagación cognoscitiva.

Muchas veces he pensado que esta forma de estable-

cer la verdad acerca de Dios es muy semejante a las

primeras palabras del Evangelio según San Juan: «En

el principio era el Verbo».

El Verbo, realidad visible, accesible a nuestra expe-

riencia y a nuestro conocimiento, señala lo que estaba

al principio, aquello con lo que esta realidad debe ne-

cesariamente explicarse.

Verbo significa pensamiento, sabiduría, mente.

Aquí está el hombre, parte de esa realidad visible

que le atrae, que le suscita una cada vez mayor aten-

ción acerca de ella y le incita a investigar; que le estimu-

la constantemente y satisface su necesidad de cono-

cer. Este hombre, este —podríamos decir— verbo (con

«v» minúscula), este entendimiento, parte de toda la

realidad visible, precisamente a través de esta realidad,

a través de su riqueza y su profundidad, se une al Verbo,
a esa inteligencia, a ese pensamiento, a ese entendi-

miento sin el que la riqueza, la complejidad y la exac-

titud del mundo, tan lleno por lo demás de hechos

inesperados, sería incomprensible.

Y, sin embargo, a los físicos de hace un decenio les

parecía que todo absolutamente podía explicarse desde

las categorías de que disponían. Hoy ya no pensamos

así.

Tenemos, pues, la vía de la razón. Partiendo del de-

seo de ir más lejos en nuestros conocimientos, de abar-

car la totalidad, en todas partes y en todas las dimen-

siones, interroga continuamente por el origen y la

causa, hasta llegar a la Causa Primera.

En busca de la causa primera es el título de un libro,

escrito por un célebre filósofo, que describe, entre otras

cosas, las diversas vías de esta búsqueda y sus varias

dificultades. Podemos afirmar que la búsqueda de la

Causa Primera a través de la razón humana es sencilla.

Porque aparece la vía que lleva al hombre desde el

conocimiento del mundo al conocimiento de su Causa

Primera. En la historia del conocimiento humano, en

la historia del pensamiento, constituida en lugar filo-

sófico particular, esta sencilla, recta y sensata vía del

entendimiento a Dios, «itinerarium mentís ad Deum»,

a veces se ha complicado, y puede decirse también que

sigue complicándose más en el campo del pensamien-

to humano. Pero ello no quiere decir que dicha vía, con

su simplicidad de fondo, tenga que ser siempre la mis-

ma, porque puede presentarse con mayor o menor

amplitud.

¿Por qué oras? Porque sé que hay Dios; porque bus-

co siempre a Dios.

Queridos amigos, sobre los fundamentos de esta

conducta del pensamiento humano, que a través de ge-

neraciones y de maneras tan diversas nos guía hacia la

Causa Primera, a lo largo de toda esta búsqueda y to-

das estas incertidumbres, brilla la luz. El testimonio de

Jesucristo es la nueva luz.

Oro porque creo.

¿Qué significa creer? Creer significa llevar consigo el

testimonio de Jesucristo.

Ambas vías, la del pensamiento que va hacía Dios y

el testimonio de Jesucristo, la fe, se encuentran, se

compenetran y se insertan en nosotros. Conviene dis-

tinguirlas para saber bien lo que es propio de una o de

otra; lo que es obra del pensamiento humano que

mira a Dios y lo que es luz de la Revelación divina

iluminando al hombre.

Podemos comprender la expresión «testimonio de

Cristo» de un modo concreto. Todos sabemos quién

fue Jesucristo y sabemos también cómo se manifestó

su testimonio. Testimonio hecho de palabras y obras,

testimonio de toda una vida sin equívocos, vuelta úni-

camente hacia el Padre, entregada únicamente a los

hombres, por entero y hasta el fin. El testimonio de

Jesucristo, por el que intentaron lapidarle y por el que

le crucificaron, fue haber dicho que El era Hijo de

Dios.

Podemos ampliar este testimonio de Jesucristo y

abarcar toda la Revelación y la Palabra de Dios al hom-

bre desde el principio hasta el fin. Porque en el testi-

monio de Jesucristo se contiene tanto la Revelación

originaria, que leemos ya en los primeros capítulos del

Génesis, como la Revelación sucesiva, vinculada a la

historia del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento,

a aquel elegido por él para manifestarse.

Dios ciertamente hablaba, a través de los hombres,

con palabras humanas a pesar de la diferencia insalva-

ble de niveles entre la verdad de Dios y la verdad hu-

mana, entre el pensamiento humano y el pensamiento

divino. Dios logró superar esta diferencia y halló en

los labios humanos expresiones humanas sobre su ver-

dad. Las halló para su relación con el pueblo elegido,

con el pueblo del Antiguo Testamento; las halló, en

fin, para Jesucristo: «El Verbo se hizo carne…»

(Jn 1,14).

Jesucristo es la cumbre y plenitud de la Revelación.

En El, Dios le dice al hombre todo y le habla plena-

mente de Sí mismo.

Habla de todo lo que es posible transferir desde el

nivel del pensamiento y la palabra divina al nivel del

pensamiento y la palabra humana, al nivel del conoci-

miento humano. Todo esto está plena y exhaustiva-

mente contenido en Jesucristo.

Creer significa ostentar el testimonio de Jesucristo.

Y hay muchas personas que lo ostentan. Ahora bien,

los hombres ostentan o llevan en sí el testimonio de

Jesucristo. Los cristianos, claramente, en razón de su

nombre, por el bautismo; pero también los no cristia-

nos, aunque de otra manera. Hoy, tras el Concilio Va-

ticano II, se aprecia mejor este problema, que acepta-

mos con una óptica más abierta.

Por eso, a la pregunta de ¿por qué oras? hay que

responder que Dios existe, que sé que Dios existe y

que en cierto sentido le busco y creo en El.

Hoy la palabra «creo» ha sido sometida a discusión.

¿Es digna del hombre?

Reflexionad, pues: ¿es digno del hombre, es digno

de cada uno de nosotros creer, ostentar el testimonio

de Cristo? Estoy seguro que habéis reflexionado ya so-

bre todo esto; no importa, volved sobre ello. Los ejerci-

cios espirituales están para profundizar en estas pre-

guntas, para motivarlas.

Quién soy yo y por qué oro.

A través de Jesucristo nos ha sido revelado el Evan-

gelio, la Buena Nuera. Gracias a El sabemos no sólo

que Dios existe, sino que es la Causa Primera de todo

cuanto existe; sabemos quién es. Sabemos, por el testi-

monio de Jesucristo, entendido en su más amplio sen-

tido, quién es Dios, y este testimonio abarca, desde sus

inicios, la Revelación entera.

Por eso, ¿quién es Dios? Dios es el Creador, y en

cuanto Creador es Señor de cuanto ha creado. Esta ver-

dad, grabada a fuego en la conciencia humana, a tra-

vés de la Revelación originaria; esta verdad, que presi-

de al Antiguo Testamento, se enlaza, a través de

Jesucristo —desde el principio hasta el fin—, con l a

nueva verdad de que Dios es Padre, de que es Padre.

Padre es aquel que da la vida; mi padre es aquel que

me ha dado la vida, junto con mi madre.

Dios es Padre, da la vida. Me ha dado mi vida, ha

dado todas las vidas humanas; hasta aquí es el Crea-

dor. Pero es que además ha dado —El, Dios— su pro-

pia vida. Y mi pensamiento vuela hasta el Hijo eterno,

que se hace hombre para que yo me convierta —hasta

cierto grado— en algo como El.

Padre es aquel que da la vida, y Dios es Padre y es

también Redentor. El Hijo paga la paternidad de su

Padre en cada uno de nosotros. En cierto sentido resca-

ta la paternidad de su Padre para cada uno de nos-

otros. Nos introduce en esa realidad que se llama Dios.

Esta es la nueva dimensión, la plenitud de la Reve-

lación, el Evangelio que se identifica con el testimonio

de Jesucristo.

Cristo nos da a cada un o de nosotros su Espíritu, el

Espíritu Santo, para poder exclamar con garantía inte-

rior: «¡Padre!»

A esta exclamación de «¡Padre!» debe salirle al en-

cuentro una inmensa garantía divina.

Fijaos cuántas personas, y no sólo de entre los cris-

tianos, dicen: «¡Padre!» ¡Qué amplia es la acción de

Cristo, que con el pensamiento y las palabras huma-

nas ha establecido esta garantía divina!

¿Qué significa orar? ¿Por qué orar?

Pienso, mis queridos amigos, que, a grandes rasgos,

hemos respondido ya a estas preguntas. Y al dar la

respuesta hemos tratado de trazar los caminos por los

que el hombre marcha hacia Dios y por los que Dios

se acerca al hombrea Hemo.s tratado también de indicar

cuál es el lugar de encuentro.

La oración es conversación. Sabemos muy bien que

se puede conversar de diversas maneras. Algunas veces

la conversación es un simple intercambio de palabras;

nos hallamos sólo en la fase exterior. Pero, en verdad,

la conversación profunda se da cuando pronunciamos

no sólo palabras, sino cuando intercambiamos pensa-

mientos, corazón y sentimientos, cuando intercambia-

mos nuestro «yo».

La oración del hombre, incluso en las diversas for-

mas que asume, se sitúa en diversos niveles y a diversas

profundidades: ora el musulmán que con gran ímpetu

invoca, en el preciso momento, se halle donde se halle,

a su Allah; ora el budista sumergido en un total reco-

gimiento, como anulándose a sí mismo; ora el cristia-

no que toma de Cristo la palabra «Padre», para lo

cual goza en su propio espíritu, por medio del Espíri-

tu de Cristo, de una garantía maravillosa.

Por eso, cuando oro, cuando oramos, todos los ca-

minos se compenetran entre sí y forman una vía única.

El soplo y la inspiración vienen a nosotros, a nuestra

mente y a nuestros labios, sobre todo por el testimonio

de Jesucristo, que nos enseña a decir: «Padre nuestro».

Con esto, mis queridos amigos, terminamos hoy.

Acojamos el testimonio de Cristo y, ayudados de es-

tas consideraciones, repitamos juntos las palabras que

El mismo nos ha enseñado. Descubriremos aquello de

lo que principalmente se trata a lo largo de los ejerci-

cios, aquello a lo que todo debe enderezarse y de lo

que todo debe provenir.

Digamos: Padre nuestro…

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