Hoy voy a hablar del Evangelio o, lo que es lo mis-
mo, de la Revelación.
Una primera impresión nos hace aparecer el Evan-
gelio simplemente como un libro. Y como tal lo toma-
mos en nuestras manos, lo vemos con nuestros ojos y
llega a nuestros oídos; lo leemos o lo escuchamos. De
modo sistemático, la Iglesia proclama ante vosotros,
todos los domingos y todas las fiestas, partes del Evan-
gelio, sean éstas párrafos o perícopas.
¡Libro en verdad singular! Traducido ya a casi todas
las lenguas del mundo, y hasta a algunos dialectos, no
pierde un ápice de su originalidad primigenia e inclu-
so cierto aire semítico. Sabor regional este (debido a
que Cristo enseñaba en lengua aramea y vivió en Pa-
lestina) que no disminuye en nada su universalidad.
En todas partes impresiona vivamente su contenido.
Sin embargo, el Evangelio constituye un problema,
un gran problema. Seguramente no hay otro libro más
cuya autenticidad o veracidad haya sido comprobada
desde todos los puntos de vista.
Siempre hay nuevas investigaciones que nos confir-
man en su autenticidad y veracidad.
Hace tiempo, los estudiosos del Evangelio, los bi-
blistas, se servían ante todo del método de la exégesis
filológica. Se acercaban al libro desde el aspecto del
lenguaje. Hoy existen diversos métodos entre los que
reviste gran importancia el arqueológico. Las excava-
ciones confirman la verdad de la Sagrada Escritura.
Hay un libro, traducido al polaco, que se titula La
Biblia tenía razón, en el que el autor demuestra, paso a
paso, cómo los acontecimientos del Antiguo Testa-
mento y los del Nuevo vienen confirmados por las in-
vestigaciones y los resultados a los que ha llegado la
moderna ciencia histórica y arqueológica.
Solemos acceder al Evangelio como a un libro,
como a una suma de noticias.
Frecuentemente confrontamos las noticias de la Sa-
grada Escritura con las que nos ofrece la ciencia.
Así, por ejemplo, cuando se trata del debatido pro-
blema del evolucionismo antropológico, es decir, de
los orígenes del hombre, seguimos confrontando siem-
pre con pasión, aunque la tensión en torno a este tema
haya cedido un poco, la hipótesis científica con la pos-
tura de la Biblia. En esta confrontación se puntualiza
claramente que la Sagrada Escritura es una colección
de noticias. Por tanto, los Evangelios, por ser parte de
la Sagrada Escritura, y en particular del Nuevo Testa-
mento, son una colección de noticias.
Si la Sagrada Escritura es una suma de noticias que
Dios brinda, confrontemos estas últimas con aquellas
a las que accede el entendimiento humano.
Confrontando los datos proporcionados por la Sa-
grada Escritura, históricamente y por medio de las
ciencias naturales, llegamos al convencimiento de que
seguramente ninguna otra obra literaria constituye tan
gran problema como los Evangelios.
Ninguna creación literaria; ni Homero, ni Shakes-
peare, ni ninguno de los más grandes clásicos de la
literatura ha provocado tales conflictos en torno a su
obra. Con ninguna otra se ha creado semejante atmós-
fera de tensión, de lucha, de dudas y de convicciones
como con el Evangelio.
Dije al principio: Evangelio o, lo que es lo mismo,
Revelación.
Si vemos el Evangelio sólo como un manojo de noti-
cias, incluso religiosas (no digo naturales-históricas-
religiosas, sino noticias de Dios), si vemos el Evange-
lio, si lo leemos sólo bajo este punto de vista, no lo
leemos hasta el fondo y no llegaremos siquiera a ara-
ñar lo que «es» su característica propia, su esencia.
Evangelio o, lo que es lo mismo, Revelación.
No es sólo un conjunto de noticias, no es sólo un
informe científico. En los informes se debaten determi-
nados datos, determinadas verdades, determinadas te-
sis, pero no se presenta al hombre, no se presenta a la
persona. No se habla de sí mismos con la verdad más
clara. No se abren de par en par las puertas del
corazón.
Eso es: el Evangelio consiste en una confidencia.
Dios se confía al hombre. Y si nosotros no compren-
demos, si no interpretamos así el Evangelio, significa
que no nos hemos llegado a él en profundidad.
Dios habla al hombre de sí mismo.
Pero no como lo haría un cronista. No se puede ha-
blar de sí mismo con la distante frialdad de un cronis-
ta. Dios habla de sí mismo metiéndose él mismo por
medio. En el Evangelio lo más importante no es la
palabra, sino la realidad. Evidentemente aparece en
forma de lenguaje escrito, pero éste sólo es un medio
para revelarnos esta realidad: Dios habla de sí mismo.
Ayer también hablábamos de Dios. Pero lo hacía-
mos desde categorías humanas. Le buscábamos con
fuerzas humanas. Recordemos la charla de ayer. Aque-
lla expresión: «Causa Primera», sin perjuicio de que
sea correcta, nos dice menos de Dios que la otra:
«Creador».
En el Evangelio, Dios habla de sí mismo, dice quién
es, nos confía quién es. Quién es en su divinidad, en
su realidad profunda. Dice que es amor y dice de qué
modo lo es. Sí, es amor porque es Padre, Hijo y Espíri-
tu Santo. De manera que es, en sí, amor.
Más aún, no sólo habla de sí mismo, sino que a tra-
vés del Evangelio quiere y nos dice qué es lo que
quiere.
¿Qué quiere de nosotros?
En realidad, lo principal que dice es qué quiere para
nosotros. Por eso dice quién es y dice que es amor (en
su divinidad). Y dice que quiere atraer y envolver en
este amor a cada uno de nosotros, a cada uno sin ex-
cepción. ]Y esto es, a la vez, una gran confidencia y
una altísima propuesta!
Dios habla de sí mismo, y se lo habla al hombre; a
cada hombre y a todos los hombres. Dice que es per-
dón. Solamente en el mundo del Evangelio nos encon-
tramos con el perdón. ¡Tal vez sea difícil hallar un
texto que pueda hablar mejor de Dios bajo este
aspecto!
¡Qué realismo en la parábola del hijo pródigo! Y no
se trata de un realismo literario, sino de un realismo
de toda la existencia.
El Evangelio no es una descripción de Dios; Dios en
el Evangelio «Es».
Si se lee el Evangelio hasta el fondo, o al merlos se
intenta hacerlo, damos con una doble realidad: Dios,
en la figura de Cristo, está presente en él, que no es
sólo descripción de su vida, sino el Cristo que vive,
habla, actúa, sufre, muere y resucita. Una lectura pro-
funda del Evangelio nos descubrirá también eso que
llamamos «Gracia».
Imaginaos que alguien se confía de esa manera a
vosotros, abriéndose de par en par a ti.
Si esto ocurriera de hombre a hombre, cabría ya se-
ñalarlo corno Gracia.
Más aún, ¡habría que llamarlo Don!
Veamos qué dice, qué es lo que quiere darme Dios:
quiere atraerme a su amor, quiere envolverme en El,
que es el amor mismo.
¡Quiere dárseme a Si mismo.
Decir esto, queridos amigos nos llena de maravilla.
Al Evangelio no se le puede leer solamente. Y a lo
mejor estáis pensando que voy a decir: el Evangelio
hay que vivirlo. Sería poco todavía. |En el Evangelio
hay que encontrarse!
¡Sí, encontrarse!
Cualquier otra forma de llegar a él, cualquier otro
tipo de estudio, por exacto, exegético y científico que
pueda ser, si no lleva a esto, se agota en su propio fin.
¡En el Evangelio hay que encontrarse! ¿Encontrarse
con quién?
Ayer dijimos que Dios es Alguien.
Y este Alguien está en el Evangelio.
En el Evangelio hay que encontrarse con El. ¡Esto
constituye una novedad absoluta!
No es solamente un pensamiento acerca de Dios. ¡Es
una novedad absoluta!
En el Evangelio, Dios es el segundo «Yo». El «Yo»
divino. Mi «Yo» y el «Yo» divino se encuentran.
El segundo «Yo» —y Dios lo es— es éste: «¡Tú!»
Así hay que hablar con El. ¡Cristo nos ha enseñado
a volvernos a El con el «Tú»! «Tú, ¡oh Padre! Siem-
pre en segunda persona: que estás en los cielos. En Tu
nombre, Tu reino, Tu voluntad. ¡Tú! ¡Tú! ¡Tú! Este
es el segundo «Yo».
Por esto digo que en el Evangelio hay que encon-
trarse. Encontrarse con El. Para El, yo soy Tú; para
mí, El es Tú.
¡Si no ha acontecido este encuentro, no ha sido leído
todavía el Evangelio!
Esta es la palabra de Dios dirigida al hombre. Y no
es sólo un discurso, no es retórica, no es una palabra
en vano. Tampoco es una predicación. Es una palabra
interior. Una palabra que espera respuesta, la respues-
ta del hombre, de cada hombre.
Hay que responder a esa propuesta así: escogiéndole
a El.
Cristo no nos enseñó solamente a dirigirnos a Dios
con el «Tú». A decirle a Dios «Tú», término conciso y
recio que connota proximidad… No… Cristo en el
Evangelio exige de nosotros la elección de Dios.
Y frecuentemente incluso lo cantamos: «Queremos a
Dios, queremos a Dios…»
Querer significa escoger, escoger a Dios que está en
el Evangelio. Escoger a este Dios significa escoger a
Cristo, porque Dios se revela en El.
Escoged a Cristo. Ved, queridos amigos, que el cris-
tianismo no es una religión abstracta, sino la religión
de la elección de Cristo.
¿Qué significa estar bautizado? ¿Qué es el bautismo?
El bautismo es haber elegido a Cristo.
Yo elijo a Cristo. El cristianismo es la religión de la
elección, de la elección de Dios en Cristo. Confesión
externa de esta elección de Dios en Cristo es la profe-
sión de la fe.
Yo escojo a Dios. Escojo a Dios en el acto de recono-
cerlo. No pienso en El solamente de un modo abstrac-
to, como si fuera una idea. Escojo a Dios por el hecho
mismo de reconocerlo. Y sobre este punto Cristo ha
hablado sin ambigüedad. Ha subrayado la importan-
cia de esta confesión, cuando dice: «Al que me confiese
delante de los hombres —»delante de los hombre»—,
también le confesaré yo delante del Padre. Al que me
niegue delante de los hombres, yo le negaré delante del
Padre». No hablaba así en plan de juez severo, hablaba
de su posición de Cristo, teniendo presente, cuando
habla, la condición necesaria: la respuesta a Dios,
nuestra elección de Dios.
No podemos elegir a Dios, elegirlo continuamente y
no reconocerlo.
Hoy se dice frecuentemente que la religión es asunto
privado, asunto personal. Pero la privaticidad, la per-
sonalización, la intimidad de este asunto, que es la reli-
gión de Cristo, tiene sus límites.
Un límite lo constituye nuestro deber y el derecho de
la profesión «pública» de Dios. Porque profesar signi-
fica proclamar ante los demás que se está de su parte.
No significa necesariamente redoblar de tambor, clari-
nes de trompeta y repetir obsesivamente: |no, no, no!
Significa proclamarse de su parte cuando las circuns-
tancias así lo exigen.
La prueba de la fe, por lo demás, se basa siempre en
esto.
Jesús quiso que pasara por la prueba de la fe el
hombre a quien de un modo partic ular confió la Igle-
sia, el apóstol Pedro. ¿En qué consistía esta prueba de
fe? En proclamarse estar de parte de Cristo.
Y sabemos que Pedro, en el momento crítico, no
manifestó estar de parte de Cristo. «No conozco a ese
hombre». Pero a renglón seguido se arrepintió, mani-
festó estar de su parte. Y lo confesó precisamente cuan-
do esto le costó la persecución, la prisión y la muerte.
El cristianismo es la religión de nuestra elección de
Dios.
Elegir a Dios. Elegir a Cristo significa elegirse de
algún modo a sí mismos.
Elegir el propio yo de un modo nuevo.
Estamos convencidos de que ser cristianos es esco-
gerse de alguna manera a sí mismo. Es como escoger
una forma de existencia, un fundamento, un estilo de
vida, una moralidad.
Esbozo solamente este problema porque, como ya he
dicho, se refiere al contenido humano del Evangelio y
a él quiero dedicar de modo particular la conferencia
de mañana. Permitidme que la de hoy la dedique al
aspecto divino del Evangelio.
Indudablemente, escogerse a sí mismo significa es-
coger a Dios y a Cristo. Añadiré además que, si no
fuera así, no habríamos escuchado de labios de Cristo
palabras que, por lo demás, recordamos: «Tuve ham-
bre y no me disteis de comer. Tuve sed y no me disteis
de beber. Estaba desnudo y no me vestísteis». A mí. A
mí. ¿A quién? A El. A El. Siempre a El.
¿Cuándo no se lo hicimos?
«Lo que no hayáis hecho con alguno de estos pe-
queñuelos, no lo habéis hecho conmigo».
Está claro que el Evangelio viene a nosotros como
posibilidad. Debemos escoger a Dios en Cristo.
Pero, a la vez, está nuestra posibilidad de negar a
Dios… ¡Porque yo puedo negar a Dios!
Suena horriblemente, pero es la verdad.
Yo, hombre, puedo negar a Dios.
La historia de los hombres está llena de estos he-
chos. En las acciones de la humanidad y en las de cada
hombre, el Evangelio no es la única fuerza agente;
junto a ella y contra ella existe una segunda fuerza que
yo llamaría antievangelio.
El antievangelio tiene seguramente su origen en
aquella frase pronunciada al comienzo de la historia
del hombre: «Seréis como dioses».
Ahora bien, en la historia de la humanidad, en la
historia de cada persona humana —en mi propia
historia—, este antievangelio, este contrario al Evange-
lio, tiene una como configuración individual o colecti-
va. Y siempre con diversas expresiones nuevas. Nos-
otros entretanto vivimos enzarzados en la trama de una
expresión o formulación contemporánea de este anti-
evangelio. Lo advertimos en nosotros y en torno a nos-
otros. Lo oímos, lo leemos, lo advertimos.
El antievangelio está en todas partes.
He aquí dos elementos característicos suyos: en el
antievangelio se repite continuamente la tesis del pri-
mado de la materia. De lo material, de lo mundano, de
lo económico.
El hombre está sometido a ello, debe estarlo, porque
ello dirige todo.
Dirige las acciones del hombre, de forma absoluta.
Este es el primer elemento.
El segundo elemento de este antievangelio es la tesis
de la libertad como fin en sí misma.
El Evangelio afirma que libertad es ir al amor. Eres
libre para obrar bien o, lo que es lo mismo, para el
amor.
El antievangelio dice: la libertad es un fin en sí
misma.
Y con ello anula el amor, la posibilidad del amor en
la vida humana, en las relaciones del hombre.
Es éste un problema sobre el que habrá que volver
pormenorizadamente para analizar el contenido hu-
mano del Evangelio.
Si el hombre está bajo el dominio de los medios, ¿en
qué medida será él mismo el fin? ¿Cómo podrá conver-
tirse en fin su libertad?
En el mundo del antievangelio no hay sitio para el
perdón, no lo hay para la parábola del hijo pródigo.
¡Y es que el mundo del antievangelio carece del
Padre!
El antievangelio, lo mismo que el Evangelio, no es
una fuerza abstracta. No; está en nosotros, en cada uno
de nosotros. Y continuamente luchamos con él dentro
de nosotros.
Y un último problema todavía: sabemos que el
Evangelio termina con la Pasión de Cristo, con la
Cruz. En realidad, después de la Pasión y la Muerte
viene la Resurrección. ¡Pero la Cruz permanece como
signo de Cristo y del Evangelio!
¿Por qué Cristo murió en la Cruz? La respuesta nos
la dio El mismo.
Respuesta que encontramos en cualquier catecismo.
Recordad la cuarta de las seis verdades de la fe: el
Hijo de Dios se hizo hombre, y murió en la Cruz para
rescatarnos y salvarnos eternamente.
Estas son las palabras de Cristo: «Tanto amó Dios al
mundo que envió a su Hijo unigénito, para que el que
crea en El no perezca, sino que alcance la vida eterna».
Por tanto, la respuesta ya fue dada. Cristo murió en
la Cruz por amor. Por amor al hombre.
Pero Cristo murió en la Cruz también por una exi-
gencia de justicia.
Antes que esto ocurriera, cuando aún recorría Pales-
tina enseñando y obrando milagros, Cristo hablaba de
esa necesidad. «Es necesario que el Hijo del hombre
sea entregado en manos de los pecadores». Murió por
necesidad de justicia delante de Dios. La necesidad de
justicia delante de Dios exigía su muerte, su sacrificio.
Su muerte es, por tanto, una exigencia de justicia. ¡Sí!
¡Sí! Porque el hombre es pecador ante Dios. Porque el
hombre, de muchos modos, no se justificaba a los ojos
de Dios.
¿Está justificado, acaso, permanecer mudos ante la
palabra de Dios? ¿No está injustificado delante de Dios
el cerrarse, a veces por completo, a las propuestas de la
Revelación?
No puede llamarse justo a los ojos de Dios aquel
que afirma que no existe, pese a que El es la fuente
misma de la existencia.
Sí —me diréis—, pero el hombre no sabe. No puede
saber.
De acuerdo, de acuerdo.
Cristo, en efecto, cuando murió en la Cruz, dijo:
«Padre, perdónalos porque no saben». «¡No saben!»
¡Pero El sabía!
Y, por eso, para El, la justicia era necesaria. Indis-
pensable.
Hay que rescatar y redimir. Hay que reequilibrar.
«Es» necesario situarse entre el primer «Yo» y el se-
gundo «Yo».
¿Acaso carece de culpa delante de Dios el «yo» hu-
mano que responde con indiferencia a su amor?
Por esta razón, pues, Cristo es necesario.
Es necesario en la Cruz. Es necesario para el equili-
brio de las fuerzas. Para el equilibrio de las relaciones.
¡Hay algo de asombroso y a la vez de conmocionante
en estas palabras de Dios en el Evangelio, en este abrir-
se, manifestarse y darse del «Yo» divino al hombre!
¡Y lo es más todavía si se mira lo balbuciente que es
la respuesta del hombre! Cómo muchas veces el hom-
bre prefiere evitar, no responder a Dios, no escuchar.
¡No te dirijas a mí!
Por eso es necesario Cristo puesto en la Cruz. Es «su
postura».
¡Para siempre!
Y nosotros en el cristianismo, religión de la elec-
ción, y en la Iglesia hemos oído todo esto «fijando» a
Cristo en esa postura.
Pues bien, si ése es el contenido divino del Evange-
lio, ¿qué se nos pide a nosotros? ¿Basta con mantener a
Cristo en esa postura? Queridos amigos, todos nos-
otros debemos, igualmente, escoger nuestra postura
junto a El.
El cristianismo es la religión de la elección.
Elección difícil y responsable, en particular cuando
surgen poderosas las fuerzas del antievangelio.
¡Difícil y responsable, pero también significativa!
El catolicismo de nuestros tiempos, de nuestra épo-
ca, adquiere particular importancia si tenemos en
cuenta la dificultad de nuestra elección, de nuestro tes-
timonio de Cristo.
¿Y qué se nos pide a nosotros que vivimos en una
época en la que, según parece, la «injusticia» a los
ojos de Dios ha llegado a ser casi un programa? El es
la existencia, pero se dice que no existe. El es amor, y
nos comportamos ante él con indiferencia.
Y se pone cuidado en no despertar el corazón huma-
no de su indiferencia.
Pero Dios tiene sus métodos.
P or medio de la confirmación nos hacemos testigos.
El testigo no es una figura convencional. El testigo es
aquel que da testimonio de Cristo.
¡Es un cristiano adulto!
Adulto por convicción. Por experiencia. Por su fide-
lidad a Cristo.
La mayor parte de nosotros estamos confirmados.
Seamos testigos de Cristo por convicción, por expe-
riencia. Esta es nuestra postura.
En este punto tendría más propiamente que hablar
de la Madre de Cristo.
Además de Evangelio y antievangelio, hay todavía
otra expresión: Protoevangelio.
Cuando por vez primera Dios reveló el designio de
la Encarnación del divino Hijo, habló a la Madre del
Hijo de Dios.
«Pondré enemistad entre ti y la Virgen. Entre tu des-
cendencia y la descendencia de Ella». De Ella. «Ella
pisoteará tu cabeza» (Gen 3,15).
Así es: cristianismo significa estar junto a Cristo,
¡pertenecer a la descendencia de Ella!
No es éste tan sólo un problema devocional, de una
determinada religiosidad genérica por la que solamen-
te honramos a María, Madre de Jesús; ¡aquí se trata de
la descendencia de Ella!
Ella estuvo al lado de Cristo en el momento de nacer
y al lado de Cristo a la hora de la muerte. Gracias a
María estamos al lado de Cristo. ¡Por medio de Ella!
Descendencia de Ella. Ella y El. El y Ella. Ellos y nos-
otros. «Pisoteará tu cabeza y tú tratarás de morderle el
calcañar». Amén.