Tanda de ejercicios espirituales dirigidos a la ju-
ventud universitaria.
Cracovia, 1962
1. DIOS ES PERSONA
Nos vendrá bien comenzar con una simple constata-
ción: exactamente, la de nuestra presencia aquí. ¿Qué
significa esto?
Sacudámonos esas interpretaciones externas que nos
brindan respuestas traídas del fideísmo y de la tradi-
ción y obedezcamos a esa voz interior que brota de
nuestra conciencia y nuestra certeza.
¿Cuál es, pues, el significado de nuestra presencia
aquí? Busquémoslo en el hecho de existir en nosotros
una «exigencia» específica: esa que nos ha traído aquí,
y que es, por cierto, una exigencia interior. ¿Qué clase
de exigencia es ésta? Imposible responder a esta pre-
gunta sin estar antes de acuerdo en que en cada uno de
nosotros anida una interioridad, anida el hombre
No se da en nosotros solamente el hombre exterior,
el hombre de las cosas externas, sino también el hom-
bre interior.
Y esa exigencia que os ha traído aquí arranca de
dentro del hombre interior; es la exigencia del alma.
El hombre interior busca. Pero para poder buscar de
un modo positivo y para hallar, tiene que recogerse,
porque su ritmo y método de acción y operación son
diferentes respecto del hombre exterior. Los ejercicios
son principalmente recogimiento, y no un recogimien-
to cuantitativo, sino, por encima de todo, un recogi-
miento interior.
Por eso, nuestra presencia aquí no obedece sólo a la
tradición, a un determinado impulso y a una especie
de atavismo. ¿He dicho tradición? Claro que sí. Me
refiero a la tradición constituida por «hechos» que nos
remiten en herencia el conjunto de las experiencias.
Porque hay una infinidad de experiencias vitales, de
experiencias de cristianismo, de catolicismo, de Iglesia
y muchas más. A ellas nos atenemos y por eso estamos
aquí. Mas no olvidemos la experiencia que nos ha
traído aquí, que es, además, personalísima y diferen-
ciada. La experiencia del hombre interior.
¡Qué significativo todo esto en una época en que, al
parecer, el entero destino del hombre y su existencia
diríase que se mueve de la mano de lo externo, siempre
a base de medios exteriores!
Sí, usando medios producidos por el hombre y usan-
do sus productos. Y esto en una época como la nues-
tra, en que las asombrosas obras del hombre no tienen
parangón con el pasado, al menos el que alcanzan
nuestros conocimientos. En una época como la nues-
tra, en que lo que se quiere es configurar desde fuera el
destino del hombre y su existencia con ayuda de la
técnica y los medios que nos proporciona la llamada
civilización. Pero he aquí que precisamente en esta
época el hombre llega al convencimiento de que lo
que produce y crea fuera de él no puede compararse
con él y que él mismo no puede salir de sí. Dentro se
es uno mismo, y esta conciencia básica, esta continua
constatación de la existencia del yo interior, del alma,
crea en nosotros esa exigencia que hemos venido a
cumplir aquí, en los ejercicios.
Pero ¿para qué venimos? Para contemplar atenta-
mente nuestro yo. Contemplemos atentamente nuestro
yo en las diversas situaciones y funciones, ¡perc con-
templémosle siempre —diría yo— en la perspectiva de
su importancia absoluta!
Hemos venido aquí para examinar nuestro yo. No
sólo por la importancia que reviste mi yo, en relación,
por ejemplo, a la marcha correcta de un laboratorio,
de un oficio o trabajo, sin excluir la cocina y el cuida-
do de la casa. En estos casos mi yo tiene tan sólo una
importancia relativa, funcional. Sin embargo, el yo
tiene también una importancia absoluta. Si venimos a
los ejercicios, lo hacemos con un fin: observar nuestro
yo a la luz de su importancia absoluta.
Para explicaros la diferencia entre importancia rela-
tiva y absoluta, voy a poner un ejemplo; un ejemplo
corriente, que ahora para vosotros huele a cosa pasada,
pero que fue actual en los años de liceo. Puede darse el
caso de uno que, en clase, haya logrado sacar adelante
muy bien una tarea muy difícil. Vive así un momento
de importancia. Pero, acabada la lección, se empieza a
jugar a la pelota en el patio de recreo, y el joven que
había resuelto tan brillantemente aquella tarea, ahora
resulta que aquí no vale, mientras otro consigue de-
mostrar su categoría.
Son, éstos, sendos ejemplos de la importancia relati-
va. Los diversos momentos de importancia relativa de
mi yo pasan, se mudan continuamente. Y así el uno
brilla en un campo, y el otro en otro. De estos casos de
importancia relativa estamos insistentemente informa-
dos por las grandes realizaciones humanas llevadas a
cabo en el terreno deportivo; seguramente más en el
terreno deportivo que en el científico. Y para evitar
malentendidos diré que yo me ocupo mucho del de-
porte; del deporte, en no menor medida que de la cien-
cia. Se nos informa, pues, continuamente de deportes,
ciencias y técnica. Y nosotros tomamos parte en esos
momentos de importancia relativa del hombre: una
medalla de oro o de plata; un cosmonauta. Todo ello a
la luz de su importancia relativa. Pero nosotros veni-
mos aquí de otra manera y con otros ojos; venimos a
buscar lo que el examen da como importante de un
modo absoluto. Esto sí que es interesante. Estamos
aquí en masa, pero no somos masa. No hay reunión
alguna en la que cada uno de nosotros sea del todo él
tonces deja de ocupar el lugar que le corresponde. In-
cluso los objetos concretos —y parece que en nuestra
época lo sea el átomo— pueden convertirse en ídolos.
A veces también esta importancia absoluta puede apli-
carse a un pueblo. Hay en esto una especie de némesis,
o algo más que una némesis, cuando el hombre sitúa
en un plano de importancia absoluta aquello que sólo
goza de importancia relativa. Sucede entonces que, pa-
sado un tiempo, empieza como a tomar venganza de sí
mismo y súbitamente destrona lo que había elevado a
la dignidad de Dios.
Queridos amigos, meditad profundamente en el pri-
mer mandamiento divino: «No tendrás más Dios que a
mí». Reflexionad en la perspectiva de este manda-
miento y, considerando atentamente los hechos, mirad
a vuestra alma y a vuestro yo.
Venimos a los ejercicios para encontrar y descifrar
nuestro yo, para verlo desde el ángulo de la importan-
cia absoluta: su relación con Dios. Los ejercicios tie-
nen carácter religioso; son algo interior y religioso.
Vengamos al carácter religioso. Existe una concepción
según la cual la religión es un claro producto huma-
no, en el sentido de que el hombre es el que se ha crea-
do un Dios. ¿Y por qué lo ha hecho? ¡Para someterse a
El, su propio productol ]Esto se llama alienación!
El hombre, no cabe duda, crea el concepto de Dios.
Este concepto, como los demás, el hombre lo ha creado
sobre la base de un análisis personal de la realidad,
análisis que con frecuencia ha disminuido y desvalora-
do tendenciosamente la propia realidad. El hombre se
creó un concepto de Dios porque no reconoció las
fuerzas de la naturaleza y en su lugar colocó a Dios. En
este punto se enfrentan claramente dos órdenes de co-
sas. El orden de la Causa que llamamos Primera, y las
causas que llamamos segundas o secundarias. Durante
largo tiempo el hombre no reconoció, y sigue sin reco-
nocer, de modo indubitable, las múltiples causas se-
gundas, no obstante acerca de las cuales indaga más y
más. Por otro lado, el conocimiento de las causas se-
gundas, las más próximas y directas, no elimina cierta-
mente el problema de la Causa Primera. Se dice que el
conocimiento de Dios no tiene carácter científico y fre-
cuentemente se obra a tenor de ese slogan. Perdonad-
me que hable de estas cosas, pero es que sé que vues-
tras mentes están en este punto ofuscadas. Quiero, por
lo demás, dejar cuanto antes esta temática y ocuparme
de una vez de lo que es la vida, la respuesta a la vida.
¡Pero hacen falta determinados exámenes y análisis de
las ideas!
Cuando se examina una cuestión, se entiende por
científico un solo modo de pensar. Es el método co-
múnmente aplicado a las ciencias naturales. Sin em-
bargo, este método intelectual no es el único que cabe.
Pero se trata de una tarea suficientemente vasta, difícil
de abordar aquí exclusivamente.
Sería conveniente leer al respecto algo de un breve
escrito de Gilson: Dios y filosofía. Texto, por cierto,
nada fácil de captar. Pero es breve; valga ello por todo.
Ocurre que muchas veces tratamos de leer estos libros
y decimos en seguida: «No alcanzo a comprender».
Precisamente no capto por esto, porque estoy habitua-
do a un cierto modo de pensar. Entiendo, pero en se-
guida, ya desde el principio, mi pensamiento escapa.
Pero yo afirmo que esta vía científica e intelectual
nuestra hacia Dios avanza por etapas muy sencillas.
Toda la vía del pensamiento humano, en cualquier
ciencia, procede a través de esas etapas: partiendo de
los actos al alcance de nuestra experiencia, buscamos
las causas. Así, pues, busquemos las causas.
Estamos ante algo que es ya espontáneo en la mente
del niño, quien, al tener esta o aquella experiencia,
pregunta: «¿Por qué?» «¿Papá, y por qué razón?»
«¿Por qué?» Así también, por este mismo camino dis-
curre nuestro método, nuestro conocimiento científico
y metodológico de Dios «como Causa Primera…» Nos-
otros no creamos de la nada esa idea, la idea de Dios,
el concepto de Dios. Lo creamos, correctamente, ba-
sándonos en la realidad exterior, en la realidad del
mundo visible y basándonos a la vez también en la
realidad interior. Indudablemente, una y otra le esta-
blecen al hombre el punto de partida para ir a Dios.
Cuando pienso en Dios, hago referencia a El, porque
veo el mundo y lo veo con mis propios ojos. Experien-
cia ésta la más sencilla y elemental. Pero cuando pien-
so: «Dios», lo pienso porque tengo este yo interior.
¡Sólo «Yo» pienso a «Dios»! ¡Sólo «Yo» pienso a
«Dios»! Sólo el «Yo» puede pensar en «Dios». Sólo él
piensa a «Dios».
Dios existe. Tenemos esa idea, tenemos esa convic-
ción, aunque a veces bastante nebulosa, de que, pese a
todo, El está ahí. Quizás no hemos llevado hasta el
fondo este raciocinio. Y alguien también podría obje-
tar que el mismo no es científico. ¿Qué entiendo por
«hasta el fondo»? Entiendo, a nivel de nuestra inteli-
gencia corriente, esto: hasta el fondo de mí, físico, his-
toriador o teólogo.
De este modo, cuando pienso a «Dios», las más de
las veces pienso al «Creador». Y no son lo mismo Cau-
sa Primera y Creador. Porque cuando pienso en la
Causa Primera, pienso en abstracto, y, en cambio,
cuando pienso al «Creador», pienso en algo mucho
más concreto. Detengámonos un poco en esta idea:
«Creador». Recordemos el catecismo: «crear significa
hacer algo de la nada», pero esta definición no es la
mejor.
Hacer: nos trae a la mente al hombre que hace algo.
En cambio, la idea del Creador, que es en su esencia
Causa Primera, es algo distinto. Creador, Dios, El
que es.
Coged el libro del escritor inglés Marshall titulado
El que es. Con estas palabras habló Dios a Moisés:
«Yo soy el que es». ¡Aquel cuya esencia es «Quien es»!
¿De quién de nosotros la esencia es en cuanto que
«es»? ¿De qué criatura puede decirse?
Crear significa indudablemente hacer algo de la
nada, pero, más específicamente, dar la existencia. No
construir objetos, seres, sino transmitir la existencia,
hacer de modo que, fuera de mí, un ser comience a
existir —y exista—. ¡Creador!
Dios es Creador. Venimos a los ejercicios, queridos
amigos, para esto, para ver el «propio yo» y verlo a la
luz de su importancia absoluta. Dije que lo que hay en
mí importante absolutamente tiene vinculación con
Dios. Por eso digo ahora de Dios que El es Creador,
porque esta idea de Dios la tenemos en nosotros.
Venimos a los ejercicios para esto: para ver nuestro
yo, para ver atentamente en nosotros la imagen de
Dios que hay allí. Los ejercicios constituyen una acti-
vidad maravillosa. Seguid viniendo a los ejercicios.
En la relación con ese Dios que es Creador, una
cosa, tal vez, constituye un fuerte obstáculo: ¡el que sea
invisible! ¡Si fuera, en cambio, objeto de una experien-
cia directa! Sin embargo, llegamos fácilmente a la con-
clusión de que, si fuera objeto de una experiencia di-
recta, si fuera visible, entonces no sería Dios. Dios no
puede ser visible. Visible es la materia. Visible es el
cuerpo, y sabemos que éste no es Dios, sino que se
destruye, muere, cambia y se disuelve. Está sometido al
tiempo. ¡Dios, en cambio, es la eternidad! Está por en-
cima del tiempo y no conoce comienzo ni fin. En ge-
neral, estos conceptos, comienzo y fin, caen fuera de
Dios, no se refieren a El. Se dan en el mundo, en las
cosas creadas. En mí hay comienzo y fin.
Es invisible. Y esto es algo singular. Sin embargo, si
me veo a mí mismo, si recapacito un poco acerca de
mí, puedo afirmar que yo también soy —en medida
significativa— invisible. Lo que hay visible en mí, lo
que de mí está en la órbita de los sentidos, es sólo una
parte de mí. Podríamos decir que propiamente es el
hombre exterior. El hombre interior es invisible. Por
eso el hombre que es interior no puede estar en conflic-
to con Dios, que es invisible. Sí, recobro el contacto
con Dios precisamente en el espacio de mi pensamien-
to y de mi alma. ¡Mi pensamiento es invisible!
Los ejercicios, queridos amigos, se orientan en este
sentido: ver la imagen de Dios que hay en uno. ¡Y qué
imagen de Dios llevo en mi pensamiento y en mi
alma! Esta palabra tiene muchos significados. Por eso
los ejercicios se proponen una cosa: ver el propio yo a
la luz de la importancia absoluta y también contemplar
atentamente la imagen de Dios en el propio pensa-
miento, en la propia alma. ¿Cómo es la imagen de
Dios en mí? En este punto me viene a la mente una
ráfaga de conversación entre dos personas muy jóve-
nes. El: «¿Qué crees tú que es Dios?» Ella: «¿Será la
fuerza? ¿Será la luz?» Metáforas, evidentemente. Pero
es muy significativo que dos jóvenes, él y ella, se ha –
yan formulado esas preguntas; que buscaran algo con
ellas. Así indaga nuestro entendimiento interior; inda-
ga, busca; busca la imagen de Dios en él.
Los ejercicios son para eso: para recuperar esa ima-
gen en toda su plenitud. Reflexionemos sobre esto:
¿qué imagen de Dios hay en mí, en cada uno de nos-
otros? Si no, ese detenernos en el propio yo, ese ver el
propio yo, carecería de sentido y se desperdigaría en
cantidad de cosas que tienen valor relativo y no serían
éstos unos ejercicios. Por eso, desde ahora, os invito
fervientemente a buscar en vosotros mismos la imagen
de Dios. Tal vez esta imagen sea muy pobre; tal vez
nebulosa, poco clara; tal vez aparece rota por falta de
coherencia en tu búsqueda de Dios. En tu recono-
cimiento de Dios hay cierta superficialidad y una fal-
ta de profundidad y de vida y unión interior.
Por tanto, los ejercicios sirven para esto: para que
nos elevemos interiormente. Pero esto, queridos ami-
gos, es a la vez búsqueda del propio yo y de aquello
sobre lo que se apoya su valor más esencial, de aquello
que en él es importante absolutamente. Sé bien que
con este examen de hoy no he respondido a la pregun-
ta principal. No he respondido en nada a esa pregun-
ta, aunque creáis que sí la he respondido. Yo os digo
que no, que no he respondido a la pregunta de por
qué reconozco mi yo en su importancia absoluta sola-
mente en el encuentro con Dios. A esta pregunta voy a
contestar mañana. Hoy decimos lo siguiente: esto
acontece en cuanto que Dios no es solamente fuerza,
no solamente luz. Dios es Persona. Y solamente el en-
cuentro con esa «Persona» que es Dios proporciona al
hombre, a mi yo, el sentido de la importancia absoluta
de la vida. Amén.